Columnistas

Estado sicarial

El adjetivo es correcto, pues así como surge de autor autorial, y de secretario secretarial, su construcción responde a reglas. Pero lo que no luce oportuno es aplicar tal calificativo al Estado pues no es este, en cuanto institución despersonalizada y permanente, el que comete delitos sino los grupos que lo comandan y administran, es decir los gobiernos, o mejor incluso, los individuos, personas y grupos que dirigen al gobierno y que nombran y contratan asesinos para aterrorizar y ejecutar opositores. Dígase entonces, adecuadamente, élite estatista sicarial, que es la que al parecer dirige la Honduras de este momento.

El “reelecto” presidente de la república es persona joven, inteligente y culta, lo que escaso se refleja en su catadura moral pues ––sin que esto suene a insulto sino a llana constatación histórica–– violó y violentó la Constitución para proseguir en el poder y, cuando esto no resultó por la masiva presencia que lo resistía y despreciaba en las urnas, falseó estas y generó el más escandaloso fraude ocurrido en la Honduras de los últimos cien años, más cínico que los de Manuel Bonilla y Francisco Bertrand (este a favor de Nazario Soriano) y los repetidos (1936, 1948) de Tiburcio Carías y de Julio Lozano (1954) en el siglo XX.

Con la pantalla de un diálogo que jamás quiso practicar en su pasada administración de cuatro años, a pesar de cuanto se le rogaba y conminaba, ha querido ahora contener un repudio tan visceral entre la población, tan crudo, patente y presente, que arriesga incluso la vida ––no sólo la administración–– cuando el próximo escándalo estalle y para lo cual serán insuficientes los artillados batallones que organiza para protegerlo. Cosa que ojalá no ocurra, el magnicidio es contra cristiano, mejor que parta al exilio.

Así que se obliga a tranquilizar y neutralizar a esa resistencia o anularla y aniquilarla, y es allí donde entran los sicarios que recientemente han proliferado y que empiezan a desesperarse por la futilidad e inutilidad de su vil esfuerzo. Cada vez son más frecuentes las alarmas sobre automóviles sin registro o con placas falsas que circundan y merodean a líderes de la oposición, las amenazas telefónicas y los mensajes de muerte, los disparos para forzar al protestante a que modere su actividad y se autocensure, pues ese es el fin de este primer estadio de atemorización: crear miedo, empujar hacia atrás.

Pero no funcionando eso comienzan los asesinatos, como ya ocurrió paradigmáticamente con Berta Cáceres y otros importantes líderes y como acontece ––disfrazados tras velas de anonimato narco y por supuestos “arreglos de cuentas”, como tan prontamente declara la policía–– con millares de jóvenes anualmente “ajusticiados”, que fuerzan a otros a huir del país y que, psicológicamente, reprimen a la población, la saturan con miedo y ansiedad, amilanan su fuerza combativa. Tales son las odiosas funciones del sicario y el Estado sicarial.

Nadie duda de que este existe. Ante el ejemplo de la caótica situación del vecino Daniel Ortega, donde la sociedad marcha a la calle para remendar su patria vulnerada, ha entrado el pánico a la élite gubernativa de que aquí puede suceder algo semejante y que, como en Nicaragua, será indetenible, no importa el tiempo que requiera para fructificar.

Ante la crisis queda sólo archivar fotos y videos, documentar, testimoniar y testificar lo que ocurre, para que los tribunales de mañana, alzados por el pueblo, tengan constancia documental de que en Honduras ––así será–– el Estado del sicariato fracasó y fue sustituido por una nación de verdadera y ansiada democracia.