Columnistas

La coerción y la justicia social

Era principios de los 90; por las tardes detallábamos las informaciones logradas ese día en la fuente policial: una audiencia en los juzgados, un atropello por allá, un pequeño incendio por acá, un asalto y un fallecido. Sí, solo había un homicidio diario y nos inquietaba, porque la muerte es siempre una sorpresa, pero entonces no se subrayaba que teníamos una de la tasas más bajas del mundo, con diez muertos por cada cien mil habitantes.

Entonces, en aquella primera juventud en la redacción de EL HERALDO no era fácil prever la tragedia que se cernía sobre Honduras; en cuatro años la tasa se cuadruplicó, de los 490 homicidios de 1990 pasamos abruptamente a 1,653 en 1994, es decir, 30 muertos por cada cien mil habitantes. Fue solo el principio de una dolorosa ruptura social que nos puso en el mapa como el país más violento del mundo, cuando en 2013 lamentamos más de siete mil muertos, o sea, 85 por cada cien mil hondureños.

Un gran sector de la Policía pasó de estar coludida con los delincuentes a convertirse en otra banda criminal, y la población no tenía más que acumular la suma de los miedos; hasta que en 2016 el gobierno creó la comisión para la depuración policial, y aunque obviamente el proceso recibió críticas, al final quedamos aturdidos con todas las cosas que descubrieron.

Fue tanta la angustia, impotencia y desesperanza por lo que ocurría que sobraron las propuestas desesperadas; lo decían las opiniones públicas y llegó hasta el Congreso Nacional la idea de solicitar las Fuerzas de Paz de la ONU, los famosos Cascos Azules, que tampoco han dejado una impronta respetable donde han estado, desde Ruanda hasta Haití.

Otros pedían que el Estado contratara a mercenarios internacionales, que se camuflaran entre la comunidad para infiltrar los grupos del crimen organizado y desde ahí su implosión, digamos, como en las películas. Y más de alguno aspiró a que apareciera una especie de Eliot Ness, que con un grupo de policías especializados y honestos enfrentara a las bandas delictivas.

Así era la desesperación. Pero eso la gente. El Estado tiene que buscar respuestas coherentes y posibles, y creó nuevas unidades armadas y reforzó las que existían: Cobras, TIGRES, Policía Militar, Inteligencia, Investigación, Fuerza Antiextorsión y ahora la Fuerza Antimaras y Pandillas, que anuncia su plan de atestar barrios, colonias, pueblos y ciudades, buscar a líderes de estos grupos y desarmarlos. El Observatorio de la Violencia, que llegó a registrar hasta 86 muertes por cada cien mil habitantes, contabiliza ahora 42.

Esta nueva unidad policial, que cuenta con el apoyo de cuerpos de seguridad de Estados Unidos, dice que ya tiene adelantada una intensa investigación sobre los grupos organizados, sus estructuras, liderazgos, operatividad, localizaciones, comunicaciones, complicidades y finanzas. Y que pronto podrán atraparlos.

Está claro que la fuerza coercitiva tiene su impacto y logra desmontar los grupos criminales, pero queda por desbrozar la base del problema: la injusticia social. El concepto sociológico es claro: Estado de bienestar, igualdad económica, oportunidades, pobreza, servicios públicos, salud, educación, derechos laborales, sindicales, exclusión; todo eso que ha llevado a revueltas y revoluciones en otras partes.

El gobierno dice que tiene claros los puntos y que junto con la fuerza policial habrá programas sociales para rescatar a muchas personas, sobre todo jóvenes, de una arriesgada vida bandida. A nosotros solo nos queda esperar que terminen estos años de plomo y que podamos ir por ahí sin correr peligro.