Columnistas

Violencia y razones

En julio de 1914, el imperio austrohúngaro invadió Serbia; mes antes Gavrilo Pincip, nacionalista serbio, había asesinado en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando de Austria y tal suceso disparó mil razones que habían venido acumulándose décadas atrás hasta originar la Primera Guerra Mundial.

Las potencias involucradas fueron los imperios austrohúngaro, alemán y otomano, el reino de Bulgaria, el Emirato de Jabal Shammar, Dervish, el Sultanato de Darfur, la República Democrática de Azerbaiyán y otros. Sus rivales aliados fueron Francia, el imperio británico, Rusia, Italia, EUA, Bélgica, Japón, Grecia, Montenegro, Rumania, Serbia y Portugal.

Las causas políticas y económicas procedieron de vastos pueblos gobernados por castas monárquicas imperiales y autoritarias que prohibían todo modo de expresión democrática y que, por lo opuesto, practicaban con rijo la represión material e ideológica.

Aunque rica en industria y dominio colonial, la gente de Europa era en esencia obrera, sometida a las trácalas explotadoras de la revolución industrial y cuyas deficiencias sociales conducirían luego al estallido de la Revolución Rusa en 1917.

El complejo teatro de guerra movilizó a 70 millones de militares y hacia 1918 dejó como doloroso saldo de muertes a nueve millones de combatientes y a siete millones de civiles, el uno por ciento de la población mundial de entonces…

Veinte años más tarde (1939-1945) se repetiría la escena pues aunque Londres era el centro de la economía planetaria y Europa occidental la “fábrica del orbe”, dominando en absoluto al comercio transoceánico y al mercado financiero, otros gobiernos e imperios (Alemania, China, Japón, EUA), y particularmente el nuevo credo socialista, internacional y desafiante de Rusia, ahora Unión Soviética, disputarían tal dominio.

Los pueblos, empero, proseguían siendo conejillos de indias en el experimento liberal industrial: expoliados, insalubres, azotados por la pobreza, vulgarizados y enajenados por la propaganda política y la religiosidad monetizada. El fascismo italiano (1920), el alemán (1933), el militarismo japonés y el hegemonismo chino de 1930 se alistaban para entrar a la trinchera mortal.

La sociedad civilizada, lo mejor de la cultura conocida, pasó veinte años artillándose, pertrechándose, puliendo dagas para asesinarse por millones; ese odio acumulado debió ser legendario, kármico, vertical.

Es sencillo comprender entonces por qué los hondureños igual nos exterminamos a diario, por veces al inaudito ritmo de veinte o más personas por día.

Y es que cuando la vida no es satisfactoria, la muerte despierta tentación… Hay un niño en la calle, descargo sobre él, sin motivo, mi machete vengador porque es tanta la frustración que me carga el alma que no aguanto con ella, me pudre de sal la memoria, me enturbia la existencia, el entero universo niega la menor ocasión de salir adelante.

La pobreza, la miseria extrema que desmenuza las hilachas de nuestra calidad humana, no importa cuán mínima, hace que me encorajine de odio y lo vierta a la menor oportunidad.

Dios no existe aunque crea en él, es solo un paliativo, morfina espiritual. Los del pasado nos robaron el futuro, construyeron sobre arena los castillos de nuestra dignidad y soberanía. Si los cogiera entre mis manos los trituraba despaciosa y cruelmente para ejemplo de generaciones posteriores... ya pobreza no genera violencia ––afirma la sociología––, pero la desata en quienes ya la tienen dentro.

La mejor inversión de los pueblos, por ende, es impedirla, evitarla, desarraigarla, sustituirla con justicia, educación, equidad y amor.