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En una lejana tarde de 1924 se estrenaba en Austria un clásico del cine expresionista: “Las manos de Orlac”, esta joya del celuloide cuenta la historia de un pianista que en un accidente de tren perdió sus manos. Un médico le implanta las manos de un asesino que acaba de ser ejecutado en la guillotina. El pianista Orlac siente que las manos que le han sido implantadas lo someten y lo impulsan a cometer crímenes. Su médico le explica que, gracias al poder de su voluntad, podrá controlar los impulsos criminales que brotan con violencia de sus nuevas manos.

La película presenta el dramatismo que está entre el poder determinante y la fuerza de voluntad que debía regir la conciencia de aquel pianista.

Esto también suele suceder con la “inocencia” de los corruptos cuando roban sin pudor y luego son cuestionados por el rasero moral y a veces por la justicia; ellos no aceptan, “jamás lo harán”, mas sus atracos al Estado son un impulso planificado en las estrategas políticas de una vulgar ambición desmedida.

La corrupción, ese gran titiritero, es el guía que determina el comportamiento de un individuo que funciona como una marioneta enredada en los hilos del poder, con un metódico comportamiento de manos ágiles e impunes a fin de saquear los dineros de la nación.

Si por pura suerte caen, son enjuiciados, alegan que fueron convencidos por las manos de un ladrón. “Aunque ellos no sabían”.

El corrupto declara que su conciencia es limpia y no decide sobre las tentaciones de las monedas que suenan en la materia cerebral del libre albedrío. No aceptan que sus manos se introducen con impunidad en las bolsas de la gente. No conciben que sus manos están poseídas por trastorno obsesivo-compulsivo que los empuja a la irresistible manía de robar y que luego los impulsa a berrear frente al linchamiento moral de la opinión pública.

Los corruptos asumen que son dominados por una fuerza irresistible que, contra su voluntad, los impulsa a un comportamiento delictivo. Estas víctimas están perfectamente conscientes de que esos dineros que desvalijan son para mantener la democracia, a través de campañas políticas, y eso los lleva a actuar con alevosía y ventaja sobre el erario público.

Los últimos días han sido sacudidos por estos actos, donde hay saqueo; no obstante, son no culpables, señalados, sin embargo, sospechosos ni siquiera de tales asaltos, alegan que el mecanismo sistemático de la corrupción bajo cualquier circunstancia fue ordenado por otras manos.

Estos acusados en realidad no existen, son solo una metáfora, unos títeres movidos por manos asesinas que asumen el crimen financiero y, por tanto, un acto político que deja un rastro, pero no una condena.

Así se defiende la inocencia en Honduras, aplicando un criterio de oportunidad a la conciencia que obedece con pasmosa voluntad a las manos del delito. Del tal manera, como si la patología del atraco fuera una terapia de grupo y la psiquiatría moral les diera de alta en algún hospital suntuoso del país.

Las manos de los corruptos son honestas, limpias, porque ellos nunca las han usado más que para tomar un bolígrafo y firmar cada semana el librito reglamentario que como castigo ejemplar les impuso la justicia nacional.