Columnistas

Cuando se vive entre los sobresaltos provocados por una alta conflictividad, es prioritario el establecimiento de escenarios propicios a la comunicación.

El sentido común señala el riesgo que de lo contrario, la conflictividad apuntada crezca y veamos esfumarse la posibilidad de contrarrestarla y disminuirla, con las consecuencias violentas y retardatarias propias de la ausencia de comunicación.

En muchos casos, los problemas se originan en la comunicación deficiente o en su abandono. De ahí que la ciudadanía considere que el diálogo es el escape a la presión de la confrontación.

Que mediante el diálogo se puede lograr la convivencia pacífica que posibilite un entorno en que oportunidades de superación puedan ser generadas y aprovechadas. Hay que realizar entonces cuanto esfuerzo sea demandado para abrir avenidas a la cercanía en vez de profundizar y prolongar la separación. Se manda entonces el diálogo, que se vuelve imprescindible.

Aquel ejercicio democrático mediante el cual los alféreces de posiciones encontradas puedan exteriorizar ideas, replicar sobre las de los demás, con la intención sana de identificar aproximaciones reveladoras de que posiblemente sea más lo que acopla que lo que distancia. Y llegar a acuerdos.

Todos sujetos al ideal de que sea logrado un resultado ganar ganar, en el que ninguna de las partes se sienta atropellada y sí motivada a mantener ese diálogo y en mejora continua. Pero para ello, la buena voluntad debe ser fundamento similar tan importante como la búsqueda del bien común.

Pero si la buena voluntad de las partes y los intereses nacionales no son necesariamente los propósitos que animan la tarea, y lo que sea que sustituya a estos están acicateados por la egolatría y un afán nocivo de imponerse y supeditar a los demás a autosupuestos liderazgos, entonces los actores de buena fe no debieran seguir perdiendo su valioso tiempo.

Mejor concentrar todo el esfuerzo en lograr elecciones limpias desde el próximo proceso electoral.