Columnistas

Reducir la violencia y la percepción

Otra vez los pobres matándose entre sí: policías contra pandilleros; como una demostración feroz de la profunda escisión que sufre nuestro país desde hace un par de décadas, cuando comenzaron estos años de plomo, y aunque las señales eran claras, los gobernantes no pudieron prever la catástrofe que ensombrecería nuestro futuro.

Los episodios violentos se repiten sin que logren acostumbrarnos y a pesar de que la brutal puntualidad de la muerte ha descendido, al menos eso nos dicen las cifras del Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional, cuyo registro señala que hasta un doce por ciento han bajado los homicidios en comparación con los primeros meses del año anterior.

¿Cómo ha pasado esto? Los que revisan los acontecimientos y llevan ese conteo insufrible de crímenes creen que ha sido elemental la desinfección de la Policía Nacional (que todavía no ha terminado el proceso), con agentes que actuaban al compás de los delincuentes comunes y con una violencia descomunal; la población ya no sabía a quién temerle más. La depuración desesperada también obligó la crítica, porque no todos eran culpables y se pudieron cometer algunas injusticias.

También rescatan que el Estado creó cuerpos policiales especializados de investigación y coacción; además una revisión intensa de las leyes y procedimientos penales para agilizar la acción acusatoria y las intervenciones contra diferentes grupos criminales, que encontraban resquicios jurídicos y complicidad irrebatible entre diferentes operadores y administradores de justicia, para moverse protegidos por una confiada impunidad.

Y los barrios y colonias, esos que llaman “calientes”, que antes no lo eran; eran pobres y ligeramente peligrosos, sobrevivían en el borde del desarrollo, coexistían en la marginación, se asfixiaban en la desigualdad social. No era difícil entender el ambiente propicio para la explosión de la violencia, de los que no encontraron otra salida, de los que se involucraron hasta sin querer.

Hace algunos años íbamos a esos barrios a hacer reportajes sobre los reclamos de los pobladores: agua potable, algunos soñaban legítimamente solo abrir la válvula y que funcionara; alcantarillado, parecía increíble pedir esto a finales del siglo XX; recoger la basura, por favor, los promontorios acumulados, las moscas, la pestilencia. Los funcionarios de entonces nunca escucharon. Ahora han tenido que recuperar algo de espacio con policías.

Es curioso, hubo un tiempo en que los datos de estas organizaciones que miden la violencia angustiaban con números superiores a ochenta muertes por cada cien mil habitantes y todo mundo los creía; ahora, las mismas dicen que las cifras bajaron y hay muchos escépticos. Claro que la atmósfera de inseguridad, la percepción, no se vence fácilmente; al vivir con miedo insistente, la sensación de peligro acecha.

Si los datos fatales mantienen el ritmo descendente, como ahora anota en sus libros el Observatorio de la Violencia, creen que las cifras a final de año serán de cuarenta muertes por cada cien mil habitantes, obviamente muchísimas para el estándar internacional, pero en la realidad nuestra apuntan un descenso notable en los últimos cinco años, casi a la mitad.

Está claro que hace falta mucho para terminar con la violencia criminal; que no basta la acción coercitiva, porque hay una mayoría abrumadora sumergida en la injusticia social, la pobreza extrema y la exclusión indigna: un hervidero de inconformidad y un reclamo angustiante para atacar la desigualdad. Y cuando todo haya pasado, ojalá así sea, el desafío será superar la aprensión, el trauma, el temor de ir distraído, el miedo en las aceras y la vida al precio de un celular.