Columnistas

Los padres próceres hicieron exhaustivos esfuerzos para tener una casa. Sufrieron dolores para que la herencia aceptada, que no siempre conocían, se conservara y que lo que era dominio útil se hiciera dominio pleno, absoluta propiedad. Aparecieron primos y tíos exigiendo su pedazo, proclamando merecidas o inventadas jerarquías, con pícaros al medio, pero los progenitores insistieron en el legado, conservando la integridad, y hubo vez en que debieron gruñir y desnudar espada, defender la posesión terrena, que proveía ancestro, orgullo e identidad, particularmente cuando lejanos vecinos –norteños, ingleses, galos– aseguraban con sus cañoneras ser depositarios de igual derecho y amenazaban con desembarcar tropas malignas que les avalaran las intenciones.

Héroes fueron esos antepasados plenos de coraje, fe y pasión; héroes de lo cotidiano y lo práctico, sobresalientes sin ser sobrenaturales, como los dioses olímpicos, revolucionarios sin afán dictatorial, sin soberbias del conocimiento ni fatuidades intelectuales. Cuanto creían era digno de creer.

Meditando y debatiendo elaboraron un sustantivo concepto de nación como casa de todos: lo que ella poseía, afirmaban –terreno, edificios, vidas, nubes y paisajes, lo que bajo suelos yaciera o por donde el viento aventurara navegar, grandes secretos del cosmos o mínimos tesoros del alma, herencia compartida y riquezas futuras– pertenecían al común, que era como nominaban al colectivo social. Y por ende, cuanto con ello se ganara debía ser repartido entre sus dueños y poseedores, nacidos o asentados acá, entre quienes amaban la casa y ansiaban hacerla prosperar diariamente…

Excepto que aquellos primos se aliaron con malucos hermanos y tornaron a atacar reclamando usufructos falsos que se les concedió, grave error. Pues con lo que daba Madre Tierra, sabiéndola trabajar, y la verdura de bosques y huertos, y el agua eterna y pejes de la mar, y las escondidas joyas profundas o el sol que alumbra valles, viñedos, maizales, olivos y trigales, así como sobre paneles receptivos para hacerles producir electricidad, con todo eso se compartiría bienestar y se harían innecesarios, incluso detestables, el coqueteo anual al FMI, el alacrán represor de la chafarotada, la miseria, la deuda, la escuela sin techo y los hospitales sin menta ni alcanfor, la tristeza, la angustia, la ansiedad y el duelo, la injusticia y la inequidad. Siendo todo de todos –no de primos zánganos de las mafias de usura– podría darse un día algún filo, agujita o astilla, fuente primorosa o hendija, rayita de los cielos, candil del universo histórico, para que nos visitara la felicidad.

Los padres próceres educaron amorosa pero también virilmente, fusil en mano, que sólo quien lucha por ella merece la igualdad democrática. Que la superstición –ideológica, política, religiosa– conduce al abismo y que ignorancia equivale a estupidez, cosa fanática. Y con sabiduría filosofal, que fools die –los tontos mueren. Brutos de capirote que entregan su patrimonio para que lo administre la “inversión” extranjera y les dé de comer; babosos intelectuales que exaltan al cuchillo que les hiende el cuello, cual ciertos “analistas” y autores carentes de formación política o llanamente prostituidos; para no hablar del sucio de la suciedad, que es el político entreguista.

Cuando adquiramos conciencia de ser país rico que podemos más que bien administrar con eficacia y honestidad, esto que se llama Honduras dejará de ser retrato de abismos para volverse esperanza de luz… Ciertas metáforas sencillas ilustran, a veces, más que dos libros de economía política.