Columnistas

Ser estudiante es una felicidad, a pesar de las madrugadas en tiempo de exámenes, de las largas y agotadoras tareas, no importa andar acabado y no tener cómo invitar a la compañera que tanto nos gusta.

Ser estudiante es una inmensa alegría, aun con las molestas matemáticas, la incomodidad del inglés y los dictados que inflaman nuestros dedos y mutilan nuestros sueños e imaginación.

Ser estudiante es macanudo a pesar de las aplazadas y los regaños de los profesores, padres, madres, hermanos mayores, padrinos y metidos.

Es bonito ser estudiante aunque nos prohíban el pelo largo, los aretes, las pulseras, el maquillaje y tengamos que andar ese uniforme feo que no nos deja lucir nuestras mejores ropas, “made in usados”.

Estar estudiando es un privilegio, andar con los cuadernos y los libros obligatorios bajo el brazo, salir a hacer trabajos en grupo en las horas extraclase con los compañeros y compañeras, salir de excursión a las playas del Atlántico o del Pacífico, a las Ruinas de Copán o al jardín botánico en Lancetilla.

Es realmente hermoso recibir las calificaciones con ochentas, noventa o más cerca del cien, oír que el profesor o profesora nos pone de ejemplo, que nos toquen el hombro en señal de felicitación o solidaridad, ganar el premio de mejor alumno, gritar y saltar de alegría por el triunfo del equipo del colegio, encontrarse con los compañeros y compañeras, planificar paseos furtivos, destacar en el arte o el deporte.

Los estudiantes son los seres más felices de la tierra, hacer mensajes de amor y mandarlos en papel bonito, chatear todo el tiempo posible, esperar el recreo para contarle los secretos a nuestro mejor amigo y, si se puede, ver a la novia o el novio, tocarle las manos, buscar dónde esconderse y besarnos hasta que el profe nos encuentre. Es una dicha incomparable, aunque no entendamos los consejos de papá y mamá, inventarnos excusas para nuestras inasistencias y por no haber terminado el trabajo asignado.

Vida hermosa la del colegio, es casi la gloria, el paraíso terrenal, salir al patio o a la calle y hacer la evaluación más objetiva de nuestros profesores, decir a voz limpia y sin rencores “nos aplazó esa vieja”, juntarnos en recreo, “ya viene ese viejo amargado”, sudar hasta que el timbre y los consejeros lo permitan, “qué bonita está la profe”, levantar la mano y dar la respuesta correcta, entregar los trabajos en papel bond, bien hechos, escuchar el “muy bien muchachos; excelente trabajo”, escuchar los discursos de nuestros líderes acerca de nuestros derechos, asistir a la fiesta de fin de año y bailar todos los ritmos.

Qué más se puede pedir, solo hay tristeza el día de graduación o en la clausura del año, despedirse de los amigos y de los profesores, no poder detener las lágrimas, abrazarnos fuerte, decirnos mutuamente que nos queremos, pedir que no nos olviden: prometernos whatsApp y visitas por facebook, no importa el destino que nos toque, despedirnos de los profesores y profesoras: “Muchas gracias por sus consejos”.

Ser estudiante es una felicidad, es de lo más hermoso, pero también es un privilegio de pocos. En nuestro país hay miles de jóvenes que se quedan con las ganas de asistir al colegio o a la universidad por diversas razones.

La pobreza es la que más cierra las puertas de las aulas de los colegios y la universidad a los muchachos y muchachas.

El desinterés de los gobernantes para invertir y mejorar la educación pública, en todos los niveles, limita los sueños de los jóvenes.

Los estudiantes son privilegiados. Por eso no pueden olvidar que tienen un compromiso con este país “urgido de transformación”, no pueden evadir la responsabilidad de dar su aporte para que la sociedad en que vivimos sea justa.

Los estudiantes deben repartir su alegría a los que no la tienen y poner su dinamismo al servicio de los que no gozan el privilegio de asistir a un aula de clases. Deben tener claro que el conocimiento que han adquirido y los valores cívicos y morales que cultivan se deben compartir con la comunidad. Sus triunfos y formación no pueden ser completos y exitosos si no tienen una utilidad social, si no devuelven a la patria lo que les ha dado.

Este país no puede crecer si los jóvenes, especialmente los estudiantes, no lo animan con su energía, su amor, sus esperanzas y su felicidad. Y como cantaban los Guaraguao: “Que vivan los estudiantes, jardín de nuestra alegría”.