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El fútbol como tabla de náufrago

Para ser astronauta de la NASA es necesario un título universitario en ciencias, ingeniería o matemáticas; además, mil horas como piloto en jet de combate; condición física óptima; un examen, dicen, setenta y cuatro veces más difícil que para entrar a Harvard. Quien lo logre ganará unos 63 mil dólares al año; eso, más o menos, es lo mínimo que gana un futbolista en la liga de fútbol estadounidense MLS.

Nuestra educación sufre la escasa cobertura, abandonada por décadas, y que ahora avanza un poco; y el desinterés de muchos padres en la escolaridad de sus hijos. Sin academia, difícilmente ofreceremos al mundo científicos, eruditos, premios Nobel; entonces, el fútbol podría salvar a muchos muchachos. No quisiéramos esto, pero es una realidad incontestable; mientras se construyen más aulas y se contratan maestros, tal vez funciona abrir más canchas y emplear entrenadores.

Con el Mundial de Rusia en boca de todos, es fácil reconocer que la mayor parte de los futbolistas, con su fama internacional, peinados estrambóticos, tatuajes indescifrables y sus millones: hace cuatro o siete años vivían descalzos, apenas comían, no iban a la escuela y el futuro era arriesgado; con el balón desertaron del enorme ejército de los nacidos para perder.

Todo Brasil se esperanza en sus jóvenes, que si no fueran futbolistas temerían encontrárselos entre sombras de los rascacielos de Sao Paulo, vendiendo bisuterías en Río de Janeiro o lustrando zapatos en Curitiba. En Argentina algunos serían cargadores o meseros en Buenos Aires; o peones de la agroindustria en Rosario; en una carnicería o recogiendo papas en Córdoba; otros en el menudeo, y no faltaría algún cuchillero asaltando en las esquinas. El argentino Tévez y el brasileño Ronaldo coinciden en una frase: “El fútbol me salvó de las drogas y la delincuencia”.

En México, el fútbol también rescató a muchos de un entorno violento de drogas y pandillas en la capital; de dormir en la calle en Monterrey; de sobrevivir como obrero maquilador en Puebla; de escapar como espaldas mojadas hacia Estados Unidos. Parecido ocurre con muchachos de Colombia o Perú. Claro, algunos pudieron haber estudiado y resolver su vida como profesionales o buenísimos en sus oficios como albañiles, zapateros, mecánicos automotrices.

Y qué decir del África subsahariana, donde sus muchachos huyen de lo básico: el hambre. Pero pudieron terminar combatiendo en sus guerras fratricidas, en la inaceptable desnutrición, en sus condiciones paupérrimas espantosas y la injusticia como cotidianidad. Ahora algunos viven de lujo en Inglaterra, Italia, España o Francia, y sus lenguas bantúes se hablan solo en familia. El camerunés Samuel Eto’o polemizó diciendo: “Correré como negro para vivir como blanco”.

La próspera Europa también esconde rincones peligrosos para jóvenes sin oportunidades, en el trapicheo de las calles de Lisboa, o los incómodos yonquis de Madrid, carteristas en Milán. Y los que nacieron en la tragedia de enfurecida crueldad en la guerra de los Balcanes de los años 90, pudieron envilecerse en los escombros de Croacia, Eslovenia o Serbia.

Y en nuestro patio cuántos futbolistas extraordinarios se perdieron por falta de oportunidad, o indisciplina, o vicios. Y cuántos más vamos a perder enredados en pandillas, escondidos en el barrio: un balón, una cancha cercana, algo de apoyo podrían salvarlos de la miseria y la marginación. Las alcaldías harían tanto, las organizaciones sociales, los equipos de fútbol, los vecinos.

Muy pocos pueden ser astronautas, o jugar en Barcelona, o Juventus; pero hay muchas ligas y equipos, como salvación. Mientras llega la ciencia para estudiar las estrellas del firmamento, podríamos apostar por las que están en la cancha.