Columnistas

Derrota diplomática

Dos diplomáticas latinoamericanas fueron postuladas por sus respectivos países para presidir la próxima Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas: una hondureña, la otra ecuatoriana. Su nación logra, por segunda ocasión, tal honor.

La votación le fue favorable por 128 votos, en tanto nuestra compatriota recibió 62 (EL HERALDO, 6 de junio de 2018, p. 34).

Las razones para el rechazo a la candidatura nuestra puede ser explicada por diversas razones, pero todas giran en torno a la conducción de la política exterior nacional. Lamentablemente, se caracteriza por subordinar los intereses patrios y la soberanía a la voluntad de otras naciones, sin priorizar los nuestros. Así, nuestra diplomacia va detrás y no adelante de consideraciones geoestratégicas foráneas.

El último ejemplo de esta afirmación lo fue cuando Honduras fue uno de los escasos países en votar a favor de la iniciativa de Trump de trasladar la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, desconociendo la decisión de la abrumadora mayoría de naciones miembros de la ONU respecto a que el status eventual de la Ciudad Santa debe ser decidido entre Israel y Palestina, vía negociaciones, habida cuenta que la primera posee, jurídicamente, una mitad, en tanto la segunda la otra.

Cierto que a partir de la guerra de 1967 Israel se anexó por la fuerza la Ciudad Vieja, pero dicho acto es desconocido por la comunidad internacional por no estar fundamentado en un acuerdo entre las partes en disputa.

Así, era de esperar que la mayoría de votos en el seno de la ONU serían favorables a la candidata ecuatoriana, cuyo país sí mantiene una política exterior digna e independiente.

Nuestra historia diplomática registra más decisiones desacertadas que acertadas: otorgando el territorio nacional como plataforma para derrocar al régimen constitucional guatemalteco de Jacobo Arbenz, para hostigar al régimen sandinista y a una de las fuerzas en contienda en la guerra civil salvadoreña, el FMLN, hoy en el poder, aceptando a los “estudiantes” salvadoreños para su entrenamiento, los mismos que nos invadieron en 1969.

Se ha otorgado condecoraciones a dictadores, uno de ellos Rafael Trujillo de República Dominicana. No se protesta la decisión de separar a niños migrantes de sus padres, acción ilegal tal como recién lo ha declarado el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos al constituir una “violación grave de los derechos del niño” (EL HERALDO, 6 de junio de 2018, p. 36), instando a Washington a cesar inmediatamente en tal práctica.

Adicionalmente, la imagen hondureña ante la comunidad internacional es la de menesterosos, suplicando ayudas y donaciones para poder equilibrar el Presupuesto Nacional de Ingresos y Egresos. Los montos de las mismas han descendido, al igual que la colaboración de naciones amigas en razón del clima de corrupción, impunidad y violencia que prevalece desde siempre.

El Salvador y Nicaragua impiden que tengamos libre acceso al Océano Pacífico, debiendo solicitarles permiso cada vez que una nave con pabellón hondureño se interna en dichas aguas, y aceptamos sin protesta tal arbitraria e ilegal decisión.

Enviamos tropas a la República Dominicana en 1965, acompañando a las fuerzas estadounidenses, para impedir que el presidente constitucional Juan Bosch pudiera recuperar el poder tras haber sido depuesto por un golpe de Estado.

Esas son, entre otras, algunas de las páginas vergonzosas que registran los anales de nuestra diplomacia. Todo indica que se sumarán otras hasta constituir un voluminoso libro.