Columnistas

Nieve en Tegucigalpa

Las catástrofes naturales no son nuevas, obvio. Estalló monstruosamente el volcán Vesubio (agosto del año 79) y sepultó a Pompeya; similar y bestial erupto tuvo el Cosigüina, del Golfo de Fonseca, en 1835, tan potente que el retumbo se escuchó en Perú, que los marinos veían el resplandor viniendo de Cuba y cuando la mancha de ceniza fue tan inmensa que oscureció a Centroamérica por más de una semana. A mis diez años, en 1954, vi una “llena” del Chamelecón que cubrió con hectáreas de lodo a esa comunidad y aledañas ahogando vacas y animales silvestres, derribando árboles y sepultando vías y calles. Mucho más fue el Mitch, desde luego, y posteriormente las curiosas coincidencias del temblor de 2009 que derribó al puente La Democracia y desguazó el palacio sampedrano de justicia precisamente un mes antes de otro cruel sismo social, el golpe de Estado.

En la década de 1850 vino a Honduras el explorador norteamericano (político, diplomático y medio filibustero) William Vincent Wells, a quien los capitalinos le contaron una perra (exageración) tan grande que empuja a reír. Imagino los azules ojazos del gringo cuando digería la fabulosa narración, que a continuación copio:

El clima de esta región de Honduras no es superado en salubridad por ningún otro de Centro América. Podría escribirse un libro ilustrando la calidad pura y balsámica de esta atmósfera de altura. Durante mi permanencia la única hora incómoda es temprano de la mañana cuando el aire era siempre demasiado fuerte y cortante. La tabla termométrica que yo llevé en varias partes del país y en varios meses, muestra mejor la uniformidad de la temperatura en esas montañas. En algunos días la lluvia, después de caer con furia tropical, dejaba la atmósfera cristalina y vigorizante, como sólo se ve a veces, después de una tormenta en el verano, en Nueva Inglaterra. En los días más ardientes es raro que el calor sea opresivo, y en las épocas más frías apenas si se necesita de calefacción para sentirse cómodo. Es a propósito mencionar aquí una tormenta de nieve y granizo que cayó en diciembre de 1848. Jamás antes se había visto nieve en las tierras altas del país, ni nunca el mercurio había bajado al punto de la congelación; fue, por consiguiente, lo más sorprendente. Se observó un cúmulo de nubes negras formándose lentamente hacia el Noroeste y al centro, a poco más o menos una legua hacia el Suroeste de la ciudad. De pronto se obscureció el ambiente con la “caída de hielo”, como dijeron mis informantes, y la tierra quedó cubierta con la nieve. Fueron destruidos árboles, plantas y pájaros. El hielo quedó diseminado en un área como de dos leguas cuadradas y, en tal cantidad, que se conservó en el suelo por espacio de dos semanas.

Este fenómeno, ocurrido en una zona tórrida, puede incitar a investigación de los entendidos en la materia y está corroborado por todos los habitantes de la ciudad, pocos de los cuales habían visto nieve. En algunas zanjas profundas la masa congelada tenía hasta cuatro pies de espesor. Muchos de los granizos pesaban varias onzas. Los señores Vijil Lozano y Ferrari y muchas personas más presenciaron el acontecimiento. Las aguadoras llegaban a la ciudad con pedazos de hielo que pesaban de doce a veinte libras, envueltos en una tela y balanceados en sus cabezas. Se les usaba para enfriar el agua potable. El hielo cayó por espacio de una hora. Se elevaron plegarias en las iglesias, agradeciendo a los santos su intervención para que la ciudad no fuera destruida por un gran chubasco de hielo.

(W. Wells. Exploraciones y aventuras en Honduras, Nueva York, 1857)