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Británicos cursis...

Como fue con Carlos y Diana (1981), vuelve el espectáculo de una boda real, hoy protagonizada por Harry y Meghan, ella “de sangre plebeya”, metáfora que sigue empleándose y que nació en el albor del “cristiano” gobierno de Castilla y Aragón, el de los reyes católicos, cuando te exigían probar que carecías de antepasados judíos o moros para acceder a los privilegios y beneficios del reino. Hoy se sabe que Diana fue políticamente seleccionada para imprimir imagen de frescura y actualidad a la monarquía, particularmente cuando la mayor parte de sus miembros envejecía a ojos vista, y que su marido resultó un cínico cabrón que, incluso ante el romanticismo ingenuo de su próxima esposa, jamás pensó abandonar a su “novia” de entonces. Polvo de lodos que sus hijos ojalá no repitan. Esa agria novela gótica causó inmenso dolor.

Con todo habrá que repensar si el título arriba expuesto es cierto, pues si hay un país que hoy cuida a lo intenso y profundo su prestigio de realeza es el inglés, espacio donde la presencia de la reina actúa como polo cenital desde el que toman referencia absoluta los protocolos todos de la nación. Inglaterra es honesta en mucha parte porque la soberana jamás permite la mínima duda de que lo es. Sus propiedades, bienes e inversiones personales, como sus ingresos de erario estatal, son no solo escrupulosamente administrados, ni siquiera por ella, sino transparentemente declarados. El país es culto porque su sistema de mando privilegia inmensamente a la cultura y la cultiva. Y si la cultiva es porque ama a su pueblo y porque sabe el alto impacto, la suma rentabilidad que activa para el individuo un mayor acceso a ciencias y civilización. Y es asimismo sociedad respetada a escala mundial porque su cuido en los negocios internacionales (aunque de vez en cuando mete la pata, como con el Brexit), su tolerancia (este será el primer casamiento interracial en Gran Bretaña moderna) y capacidad de negociación, si bien demasiado acoplada a Estados Unidos, generan tal respeto.

Aún más, la hondura mediática que extroyectará el connubio es descomunal, lo que significa –si todo sale bien, armónico y bello– una extraordinaria tarjeta de presentación, y continuidad de presentación, para el país: se calcula que admirarán el culmen momento unos 400 millones de personas. Arte, artesanía, joyas y memorabilia producirán quizás cinco mil US$ millones (hay monedas para recuerdo desde cobre a plata y diamantes, de veinte a cien mil dólares), a lo que se agrega las industrias de moda y sartoria (las casamenteras copiarán el novedoso traje de bodas que estrene Meghan) con aproximados mil millones más. Supe que Cardhu ha lanzado ya su güisqui conmemorativo al valor (equivalente) de US$. 10 mil, pirracha, del que venderá quizás millón de botellas. Y si a eso se adiciona las regalías y contratos por transmisiones noticieras en vivo, derechos de autor por videos, fotografías, entrevistas, etcétera, el negocio de las bodas reales, aunque ocurra solo de vez en cuando, reditúa muy bien.

La mayor ganancia, empero, es etérea e insondable, pero que pronto se transforma en prestigio y autoridad. Como todo europeo culto e inteligente (tampoco sobran) existe un sentido de culpa en la memoria sucesiva e incluso en la personalidad atávica de la población por los desmanes y crímenes que dentro de la historia protagonizaron sus imperios en varios continentes.

Y ¿qué mejor para lavarla que una saga de amor, dulce, hermosa y linda, interpretada por jóvenes bellos que lucen honestos y que prestan brillo a la humanidad…?

Nada en los mundos modernos es inocente