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Vio nacer y crecer mi amor por la libertad

Recién un amigo transitó a lo ignoto, cubrió su jornada terrenal y, como expresó en su sepelio Aldrín, su hijo mayor, hubo fiesta en el cielo para darle la bienvenida. Él está ya disfrutando del gozo celestial y sin embargo no logro superar el vacío que su partida me produjo; siento como si la rueda del tiempo se hubiese detenido y girara a la inversa reviviendo los distintos momentos que por cinco dilatadas décadas forjamos una sostenida amistad; siento que su alma al fugarse, galopando su destino, dejó a la mía vibrando, cubierta con el frío de la rememoración; en verdad dejó un vacío en mí. Qué triste reconocer cuánto pesa afectivamente un amigo cuando ya ha partido. Me queda el consuelo que procuré demostrarle mi amistad y cuando en el velatorio -estuve allí hasta el amanecer- le dije a su hija Mildred “lo siento”, ella exclamó: Sé que lo siente. Su familia cercana demostró abnegación en su lecho de enfermo; admiré la dedicación de su esposa Luz.

¿Quién fue ese gran amgio?
Se deslizaba hacia el crepúsculo el último cuarto de la década del sesenta cuando me convertí en el director más joven de un instituto en Honduras, designación que debo y agradezco al Lic. Luis A. Baires y al connotado educador y ahora abogado Lucio Romero. Allí, en la entonces muy apacible y muy católica Libertad, en el departamento de Comayagua, inició mi amistad, hace 50 años, con el médico Balbino Ortega Arguijo y tal relación no presentó baches ni intermedios. Mi amigo laboraba para el centro de salud local y después lo hizo para el Batallón de Ingenieros y como tal participó en la Guerra del 69. Su coterráneo, el Lic. Raúl Flores, coordinador de GARSA (Grupo de Amigos de Reynaldo Salinas), recién lo calificó como un hombre humilde y vaya que sí lo era; verbigracia nunca me habló de sus hazañas personales y hasta en la tarde que lo enterramos, por boca de su hermana Alicia, me enteré que su nombre figura en una placa en la Plaza San Pablo de Siguatepeque. Fue un héroe de la Guerra del 69 y en tantísimas conversaciones que tuvimos ni siquiera asomó el tema. ¡Vaya humildad!

Balbino tenía sus peculiaridades: casi nunca me llamaba telefónicamente ni me visitaba. Con cierta frecuencia lo invitaba a comer o a viajar a La Libertad y tenía un espíritu tan noble, tan desprovisto de egoísmo y de envidia que se gozaba acompañándome a los homenajes que sus paisanos me hacen eventualmente desde la década de los setenta.

En los albores de la década del 90 lo introduje a la medicina alternativa y recuerdo que en mi clínica curó a un taxista de una patología que es no superable para la medicina facultativa, el herpes genital, y lo logró con un medicamento homeopático cuyo precio era apenas de L 90.00. Luego instaló su establecimiento naturista y con su prestigio de galeno logró que algunos médicos respetaran lo alternativo; así ante su féretro el Dr. Marco Girón Portillo reconoció su aporte en ese campo y aseveró que muchos médicos no reconocen la validez de la medicina natural sencillamente porque no la conocen. Mi noble amigo dedicó los últimos cinco lustros de su existencia a la medicina alternativa. En tantos viajes que realizamos nunca faltaron las “perras”, simpáticas anécdotas que él relataba con singular gracia. En más de una ocasión le solicité que contara a otros acompañantes la que dio origen al nombre del Río del Hombre. Sobre tal río había un puente en curva y cuando la carretera era de tierra los camioneros pasaban muy despacio por ese puente, circunstancia que aprovechaba un hombre para subirse a la cabina cuando el conductor iba solo en la noche. ¡Y doble horror! El hombre no tenía cabeza. De tal fenómeno, según la tradición oral, se originó el nombre: Río del Hombre.

Su partida
El año pasado su salud se quebrantó por su condición de diabético y a mediados del 2017 ya no me pudo acompañar a nuestra amada Libertad. En septiembre una hermana suya, radicada en su terruño natal, prácticamente se despidió de mi amigo manifestándole que ella estaba muy enferma, ante lo que él se inquietó muchísimo y decidió visitarla al día siguiente, deseo que fue truncado por un severo accidente cerebrovascular.

Fue el principio del fin. Una complicación siguió a otra y siete meses después, cuando estaba supuesto a superar la última hospitalización, se dice que se le sobrehidrató, naturalmente sin proponérselo, y nos dejó con un vacío en el alma. El verlo agonizante casi me provocó, luego, un percance automovilístico que estuvo a punto de repetirse el día de su sepelio.

Mi condición varonil no es óbice para admitir que mis ojos humedecidos evidenciaron mi cariño entrañable hacia él y hacia su lar natal.