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Que el diccionario detenga las balas

Aunque traten de disfrazar sus propósitos o les den categoría de belleza y esplendor, las armas se fabrican con un solo fin: matar. Ingeniería para afinar la puntería, recarga rápida, balas veloces, empuñadura ergonómica, de acero, aluminio o polímero; alta tecnología con una sola intención: matar. Una nueva ley pretende reducir la portación de pistolas y fusiles para que los hondureños no sigamos bajo el signo de Caín, matándonos.

La inquietud es inevitable cuando dicen que desarmarán a la población; lo primero que se le ocurre a todo el mundo es que quitarán las armas a los ciudadanos decentes y los bandidos seguirán tan armados y peligrosos. El desafío será evitar ese desacierto fatal y convencernos que esta vez la ley será pareja. Fácil no es.

La ballesta, ese pequeño arco ensamblado sobre una base de madera o metal, sustituyó al antiguo arco y flecha, y es antepasado de las armas de fuego. Guillermo Tell es el más famoso ballestero, que tuvo que disparar a una manzana sobre la cabeza de su hijo menor por desafiar la autoridad imperial en la Suiza medieval. Pero la podía usar cualquier principiante, y a unos 150 metros atravesar con una saeta una cota de malla, ese chaleco de anillos de metal que protegía a los caballeros. En el siglo XII fueron prohibidas para evitar ataques a la nobleza.

Esto y más sirvieron de excusa para que los redactores de la Cuarta Enmienda de la Constitución de Estados Unidos aprobaran como derecho de los ciudadanos portar armas: para defenderse de un posible gobierno abusador. Ahora tienen detectores de metales en las escuelas y pizarras blindadas para protegerse de tiroteos, pero no hay probabilidades de aplicar un desarme.

Como siempre, aquí le pusieron un nombre imposible: “Ley de control de armas de fuego, municiones, explosivos y materiales relacionados”, pudieron resumirlo. En fin, esta regulación pretende tener un registro preciso de los propietarios, que deberán ser mayores de 21 años de edad y presentar exámenes psicológicos y si tienen alguna afición desmedida por el alcohol o las drogas.

Algo parecido se les ocurrió hace tiempo, cuando comenzábamos a sufrir estos años de plomo. Se compraron equipos, se instalaron oficinas, se contrató personal y se gastaron millones, para que todas las pistolas y fusiles del país tuvieran un registro riguroso; tanto que hasta las estrías que marcan las balas al rozar por el cañón quedarían archivadas y la investigación forense podría identificar indubitablemente de qué arma habría salido el disparo. No pasó nada. Tendríamos que ver la serie de televisión C.S.I. para ver cómo funciona eso.

Las cosas han cambiado, la fuerza coercitiva del Estado ha retrocedido la violencia, y una ley de armas efectiva dificultaría el asesinato fácil e impune. El informe de la ONG mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad, que antes nos desalentaba, ahora aleja a San Pedro Sula y a Tegucigalpa de los primeros lugares en violencia mundial, bueno, incluso las excluyen de las primeras veinticinco ciudades más peligrosas, como Caracas, Acapulco, Kingston, San Salvador, Baltimore o Guatemala.

Y los datos nacionales también coinciden. El Observatorio de la Violencia tiene registros que la muerte violenta tiene un notable descenso, hasta esos homicidios múltiples que nos sobresaltan se redujeron más de la mitad. Obvio que falta por hacer. Esperaremos que la razón y la justicia superen la violencia y la desigualdad, lo canta mejor Sabina: “Que el diccionario detenga las balas”. La ley de armas podría ir más allá de las buenas intenciones y de los intereses encontrados.