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Malversar era tan normal que parecía normal

La estupefacción es nuestra cotidianidad, todos los días algo nos deja atónitos; por eso nos parecen algo aburridos los noruegos que no salen en las noticias, o los suizos, que rodeados de felicidad se suicidan preguntándose de dónde vienen y para dónde van.

Nosotros no tenemos tiempo para esos pormenores, nuestra abrumadora realidad nos mantiene entretenidos: esquivamos balas en las peligrosas calles y abominamos de políticos que siempre nos roban con descaro.

Entre esas perplejidades salen ahora los celebérrimos diputados que recibieron dinero impropio; sabíamos que esto pasaba, pero ahora hay nombres, cantidades, cheques. Tampoco es una novedad.

Desde tiempos inmemoriales algunos funcionarios reciben fondos públicos que, disfrazados de ayuda humanitaria o subvenciones, sirven para la compra de fastuosas viviendas y poderosos vehículos. Era tan normal que parecía normal.

Estos vicios tienen asidero en la esencia de las candidaturas. Para un ciudadano común, no habituado a los entresijos inescrutables de la política, resulta incomprensible que un postulante gaste diez o quince millones de lempiras en su campaña para ser diputado, cuando su sueldo en los cuatro años en el cargo solo superará los cuatro millones. Ellos tienen la fórmula para que cuadre... bueno, tienen los cheques y algunas otras prebendas; por eso para elegirse hay quienes se desviven, y como diría Benedetti, hay quienes se desmueren.

La Constitución (sí, otra vez nos remitimos a ella) lista las atribuciones básicas del Congreso Nacional y, entre los 45 incisos del artículo 205, ninguno menciona la construcción de obras públicas, pero los candidatos a diputados, en su imparable campaña, ofrecen a cambio de votos la construcción de carreteras, puentes, hospitales, escuelas, puertos, pavimentación, electrificación, alfabetización y cosas así; además se nombran a sí mismos abanderados de causas populares: el diputado de la educación, el de la salud, el de los pobres, el de la agricultura, el del deporte, en fin.

Un diputado es solo eso, un diputado entre 128. Las decisiones legislativas pasan por una maraña de situaciones, intereses, trampas, asechanzas, zancadillas, conspiraciones, artificios y estratagemas, que muchos legisladores ni se enteran o ni cuenta se dan que los utilizaron o los desdeñaron para aprobar muchas cosas.

Así que esas propuestas que tanto dicen y cantan en campaña se diluyen en la nada.

Eso sí, el Congreso está autorizado para entregar subsidios y subvenciones con fines de utilidad pública, dice la ley. Esto permite que el diputado que caiga bien con la junta directiva de turno o que se someta a sus intereses, pueda conseguir fondos.

Lo bueno sería que ese dinero sirviera en su totalidad para ayudar a la población marginada; lo malo es que lo usan para comprar votos y promover el despreciable clientelismo político; lo peor es que solo vaya para el beneficio del legislador.

Aparte del escándalo, mucha gente duda, por lo vivido, por las cosas que ha visto. Sospecha que este caso de los diputados que recibieron dinero de una recelosa ONG es solo una distracción de la crisis política desatada por el Tribunal Supremo Electoral y los resultados de las elecciones.

Tampoco puede ufanarse de credibilidad la Misión de Apoyo contra la Corrupción (Maccih) porque no ha encontrado su espejo en Guatemala, y aquí exagera la discreción y apenas se nota. Hay más casos grandes, grandísimos, en el Congreso Nacional y otras organizaciones, más dinero y más involucrados, que no podrán tapar el sol.

Dice Bunbury en su nueva canción: “No conseguirán engañarnos a todos, aunque a veces parecemos tontos”.