Columnistas

¿Y ahora qué?

A dos semanas de las elecciones generales, la percepción de credibilidad en el proceso electoral está en su punto más bajo, confirmando la desconfianza que la población ya tenía sobre este ejercicio ciudadano -esencial en un Estado democrático- tal y como lo midieron conocidos estudios de opinión pública realizados hace un año (ERIC, diciembre de 2016). En esta encuesta, la suspicacia superaba el 70%, tanto hacia las elecciones primarias (marzo) como a las generales (noviembre).

Las reacciones partidarias y de la población al desarrollo de las elecciones primarias de marzo revelaron que esa falta de fe no era infundada: bien se tratara de resultados en las planillas de diputados o corporaciones municipales, cantidad de electores o de las respuestas institucionales a los reclamos de quienes se sintieron afectados, las demandas de transparencia y justicia electoral se reprodujeron por doquier, con la complicidad interesada o no de los medios de comunicación. Es justo decir que aumentó la duda que ya existía sobre la calidad de nuestros procesos electorales, independientemente de lo que el Tribunal Supremo Electoral (TSE) hiciera para revertir esa percepción (convenios de colaboración, procedimientos especiales, cambio de contratistas y sendos mensajes a diestra y siniestra que fueron emitidos junto a otros que tenían un efecto contrario).

Algunas de las organizaciones políticas que participaron en esas cuestionables elecciones primarias y que se aprestaban a ser parte de los comicios de noviembre insistieron en esa falta de credibilidad reiteradamente, al punto de anticipar que no reconocerían resultados de las votaciones si no se corregían algunos temas sensibles (como el de la transmisión y divulgación de resultados) o se daban mayores garantías de transparencia. Y aunque muchos de esos cambios finalmente no ocurrieron, igual participaron a sabiendas que los riesgos seguían existiendo y pendían como espada de Damócles sobre el órgano electoral y sus acciones. Desafortunadamente, otros cambios tan o más importantes que el anterior fueron obviados después de las elecciones de 2013, con todo y compromisos suscritos (agosto 2013) e informes con recomendaciones emitidos entonces por las misiones de observación internacional y ciudadana nacional. Con extremo (y osado) cálculo político y sin mucha visión de mediano o largo plazo, los partidos políticos de nuestro país hicieron muy poco para avanzar en acuerdos que permitieran hacer las reformas necesarias al sistema electoral, concentrándose -en mayor medida- en hacer demandas puntuales y en repartirse posiciones, cuando bien se pudo (enero 2014 y mayo 2017).

Hoy ya es tarde para hacer esas reformas y resolver la crisis política que emergió de la jornada del 26 de noviembre y estas semanas. Nuevamente, las misiones de observación electoral nos orientan cómo salir del atolladero, pero no harán por sí solas el trabajo.

Una vez más, ha de ser el diálogo el primer paso para resolver el conflicto. Y solo el tiempo dirá si nuestros liderazgos políticos están a la altura del pueblo que hoy les observa, y espera impaciente y desconfiado.