Columnistas

Elecciones de infarto, ¿qué aprendimos?

Las emociones al límite: zozobra, incertidumbre, desasosiego, dudas, miedo; todo lo que nos causó un Tribunal Supremo Electoral que hace tiempo nos demuestra su ineficiencia, y de un modelo electivo desacreditado, que nunca nos deja conformes con los resultados de las elecciones.

La sospecha inevitable es que el TSE está viciado por intereses sórdidos y que los resultados siempre son amañados, tendenciosos, fraudulentos; incluso, muchos que han ganado un cargo de elección popular recelan que pudieron haber salido mejor si no fuera por la intervención malintencionada y tramposa de la institución que, en teoría, debería ser exactamente lo contrario, la garantía de un proceso transparente y confiable.

Hay que despolitizar el TSE, dicen algunos. Eso es complicado. La política es intrínseca de esta institución. Aunque la revistiéramos con médicos, ingenieros, agricultores, oficinistas, genios o científicos, si son indecentes tendríamos el mismo problema. No.

Tendríamos que poner políticos íntegros y competentes, porque los hay (aunque parezca mentira), y con representantes de los partidos con una membresía real; no como ahora, integrada por miembros de partidos que se pierden en la nada, un comino en la ensalada.

Sobra enumerar aquí todos los cambios urgentes que se necesitan; más que eso, precisamos el compromiso de los dirigentes de los partidos, que por su propia credibilidad y subsistencia tienen que evolucionar con los tiempos, que entiendan que si pierden la poca confianza que tenemos, se asoman al peligro de su extinción. Necesitamos confiar en un verdadero Tribunal, que se comporte como Supremo, y no solo Electoral.

Si se trata de despolitizar, pues ocupémonos del Registro Nacional de las Personas, otro coto privado de los políticos, donde pervierten nuestro derecho fundamental de identificación para utilizarlo como herramienta electoral.

Cuántas cédulas se duplican, alteran, falsifican, extravían, retienen y trafican porque para ellos significan votos y para nosotros algo más. En otros países se liberaron de este lío emitiendo un carné especial, exclusivo solo para votar, y aunque también podrían manipularlo, al menos nuestro documento de identidad no sería apetecible.

Claro que liberar al RNP de los políticos significa también que los muertos descansen en paz y no los saquen a votar en las elecciones; que los datos que se emitan para crear el padrón electoral coincidan con el número de población; que los empleados de la institución no sean activistas partidistas que facilitan las irregularidades, sino técnicos que nos garanticen la seguridad y calidad de nuestra identificación.

Y nuestro sistema eleccionario también requiere de una revisión urgente, desde la inscripción de esos partidos pequeñísimos, que no consiguen ni un diputado, y que desdeñosamente llaman de maletín o de USB; las votaciones de diputados por distritos; la práctica del plebiscito y referendo; y, sobre todo, la segunda vuelta electoral, que nos certifique que quien llegue a gobernar consiga el respaldo de más de la mitad de los votantes.

Si nos ponemos un poquito visionarios, también podríamos exigir elecciones para presidente, diputados y alcaldes en diferentes años, y hasta dividir el Congreso Nacional en mitades para su escogimiento separado. Hay quienes piensan que esto mantendría al país en una interminable campaña política, pero eso se regula, lo hacen otras sociedades y no les va mal.

Los cambios serían profundos y requieren de un enorme compromiso de los políticos hondureños; romper esos esquemas es lo difícil. Ojalá que esta crisis peligrosa que hemos vivido con las elecciones actuales sirva para algo. Y si no, no aprendimos la lección.