Dos de los principios básicos y fundamentales que informan el buen ejercicio de la jurisdicción son la inamovilidad e independencia que deben gozar los jueces y magistrados de los Tribunales.
La jurisdicción, definida como la actividad del Estado encaminada a aplicar la norma general al caso concreto, le corresponde exclusivamente a los jueces y magistrados. Es así que la estructura del esquema de gobierno republicano implica la separación de poderes y, por tanto, de actividades, dejando al Ejecutivo la ejecución del ordenamiento legal, al Legislativo la formulación y aprobación de las Leyes y, al Judicial, la facultad de juzgar y ejecutar lo juzgado.
Esta separación de actividades es vital para que el sistema de pesos y contrapesos funcione. Pero dentro de la actividad jurisdiccional, como peso y contrapeso de sus dos ramas hermanas, deben prevalecer ciertas características sin las cuales el sistema no puede funcionar.
La certeza que un juez o un magistrado tienen de que su análisis y posteriores decisiones no están sujetas al escrutinio y revisión de nadie más que el órgano jurisdiccional de segunda instancia y que no recibirá presiones ni tomará en cuenta ningún otro interés más que el de impartir justicia en apego al respeto de la norma de derecho objetivo aplicable, se vuelve trascendental en el proceso de impartimiento de justicia.
En este sentido, su independencia y la desvinculación de cualquier presión externa depende mucho, además de su dignidad, integridad y de sus principios y valores éticos y morales, de un sistema de carrera judicial que le garantice que nadie podrá removerlo de su cargo por razón de sus criterios o decisiones.
Los jueces, en este sentido, deben ser mujeres y hombres alejados del bullicio político, lo que no significa que pierden su derecho a ejercer el sufragio, pero de ninguna forma deben estar vinculados a campañas o cerca de candidatos.
Su actuación no solo debe ser imparcial y recta, sino que deben mantener una imagen pulcra, que les permita ocupar el lugar que don Ángel Osorio les dio en su magistral obra “El alma de la toga” al decir que se ubican “entre los hombres y los dioses”.
Deben ser personas con profundo conocimiento de las leyes, con amplia experiencia en los diversos campos de acción que ocupan su diario vivir jurídico, lo cual como sabemos todos los que nos dedicamos a las ciencias jurídicas, no es algo que se logra en la primera mitad de la vida de un togado, sino después de larga experiencia y mucho estudio.
Su interés debe alejarse de lo material y acercarse a lo espiritual, pues la justicia o la injusticia no son bienes que se pueden ver, pero sí se sienten y se sufren todos los días en las cárceles llenas de hombres y mujeres inocentes, en las mansiones de los corruptos que robaron del erario con la complacencia de un sistema judicial cómplice de su corrupción, en la ausencia de medicamentos de los hospitales públicos que amplían los ejércitos de muertos y enfermos y en las elecciones infestadas de dineros producto del narcotráfico y lavado de activos, por la inacción de jueces y magistrados plegados al omnipotente poder político y económico.
La Constitución de la República también reclama la independencia e inamovilidad de los jueces y magistrados, pues al final su majestad tiene como único guardián al Poder Judicial, que decididamente debe impedir su violación, ante el ataque de aquellos que la intenten pisotear.
Los peligros originados en un Poder Judicial coartado de independencia y consecuentemente sujeto a los vaivenes de la política son múltiples y terminan por afectar a los más pobres y necesitados de un Estado, pues mientras esta sea la situación, habrá pocos audaces que se aventuren a invertir en un país en el cual el impartimiento de justicia y sus resultados depende más de los contactos que de las leyes y, consecuentemente, serán cada vez menos las oportunidades de empleos y de una vida digna para nuestros conciudadanos.