Columnistas

Debemos ser celosos en cuidar la cosa común, especialmente los elegidos para ello.

Es agravante burlar la confianza y merece pena mayor. Todos lo entendemos así, pero la costumbre, hasta convertirse en práctica cultural, ha degenerado en la concepción patrimonial del estado.

Para bien y para mal, es positiva la auditoría constante de la función pública, la de la verdadera dueña de la cosa pública: la ciudadanía.

Los servidores del estado deben ofrecer rendición de cuentas antes de ofenderse cuando se les requiera.

La vigilancia de los manejos del gobierno -cualitativos y cuantitativos- redundan en mejores estadios de vida para las mayorías y de algo tan fundamental y de tranquilidad para los exfuncionarios: que no tengan que padecer persecución y hasta privación de libertad y lo peor de lo peor, la deshonra.

Pero creer que el poder que se detente lleva implícita la disponibilidad al libre albedrío de los dineros del pueblo, lo exhiben otros quienes fuera del poder añoran acceder a él para lo mismo.

Figuras políticas y emblemáticas de la corrupción periodística, disputándose atención con honorables titulares de organismos nacionales e internacionales que en sus señalamientos, a veces sin fundamento, justifican sus remuneraciones.

Y un tercer grupo lo constituye el pueblo, acicateado por esos intereses particulares y por la indignación producida por sus carencias atribuidas a la corrupción casi endémica, que se adueña de lo ajeno o no cumple con su trabajo, sea por desidia o incapacidad. En cualquier caso, los señalamientos anticorrupción al final son positivos.

Los daños colaterales son aceptados si ello disuade a potenciales infractores de la ley. Pero no hay que atribuir delitos a quienes no los cometen.

Y no hay que escondérselos a quienes sí lo hacen.

En cualquier aspecto de la vida, la verdad es el mejor aliado, aunque pueda ser dolorosa, no digamos en cuanto a la lucha anticorrupción se refiere. Debemos ser celosos en defender la verdad.