Columnistas

Reclamo por una sangre derramada

Hace ocho años se cometió en Honduras un vasto crimen, deleznable como todos los crímenes de impacto social.

La clase política fundamentalista y reaccionaria, descendiente de los Aycinenas guatemaltecos y de la fascista Aproh, apoyada por la población conservadora, ejecutó un golpe de Estado que tuvo origen en varias circunstancias, aunque indudablemente en dos: la obsesión de Roberto Micheletti para ser gobernante del país, al costo que se diera, y el miedo desorbitado, entre sectores políticos bipartidistas, de que el presidente Manuel Zelaya aprovechara un abrumador triunfo del Sí en la cuarta urna, ya esperado, para disolver al Congreso y convocar de inmediato a la asamblea constituyente.

En cierto ensayo mío se expone otra posibilidad, que el tiempo clarificará: si la defenestración sucedió porque Zelaya planificaba concesionar a PDVSA la explotación del petróleo hondureño, certificado por una empresa europea especializada, y no a las transnacionales del imperio.

El golpe fue una transgresión absoluta de las normas del Estado de derecho, participando cómplices en el evento todas las estructuras jurídicas de gobierno: Congreso, Corte Suprema de Justicia, Fiscalía, así como las represivas: Fuerzas Armadas, supuestamente obligadas a defender la Constitución de la República, y Policía. Es más, hubo abundantes violaciones de principios humanos y asesinatos, todavía en impunidad.

Los derechos de expresión y comunicación, de reuniones, de circulación, de habeas corpus, de correctos procedimientos policiales y de información, denegados por un gobierno abusivo, temporal y mezquino que impuso toques de queda por 24 horas y que la cobarde clase media urbana aceptó con terror (corría horrorizada, atardeciendo, por las avenidas); endeudamientos bestiales que aún resta pagar, abuso de poder (contratación de costosas empresas para relaciones públicas y compra grosera de diez mil bombas lacrimógenas), negación de convenios mundiales (acoso al límite respetuoso de la embajada de Brasil), cierre de emisoras voceras de resistencia… en síntesis, la total transgresión ética incluso avalada por personalidades religiosas, “representantes de dios”, que aprobaron crimen y maldad.

La dolorosa realidad ocurrida jamás podrá borrarse. Pero las responsabilidades definidas en la Constitución y en la justicia del mundo para tales acciones, particularmente en lo concerniente a derecho ciudadano, son imprescriptibles y reclaman la aplicación de una sanción penal y del retorno al aceptado canon moral.

¿Por qué no ha sucedido, por qué la judicatura (en amplio sentido del antiguo vocablo) se exime de ejercitar esa justicia reclamada ante el derecho violado y la sangre vertida, que son en sustancia crímenes contra la humanidad, como meridianamente lo precisó la comisión de OEA para ello comisionada?...

Por la sencilla causa de que los autores del golpe, y de la subsiguiente criminalidad desatada, criminalidad que imita en la calle a la impunidad oficial, son los mismos que gobiernan y que, por ende, callan y obstaculizan la restitución moral.

Si el hecho ––el fenómeno que fue aquel estupro social de siete meses contra el orden cívico y la nacionalidad–– jamás fuera judicializado ––es decir que quedara sin declaración de inocentes o culpables–– ello implicaría la destrucción de la norma ética de la nacionalidad hondureña ya que de allí en delante cualquier papanatas con manejo de poder puede hacer lo que quiera y salir librado con impunidad.

Mientras maneje el poder la actual administración, que fue delictiva y cómplice, nada del golpe de Estado se precisará.