Columnistas

¡Mátenlos chiquitos!

La virtud de una democracia es la inclusión, o sea no dejar por fuera a nadie cuando se universalizan los beneficios del Estado, del país y la civilización.

Del Estado en cuanto jurisprudencia y economía justas; del país en cuanto a bienes sociales y naturales, y de la civilización en el sentido de oportunidades políticas en los campos del conocimiento, los derechos humanos y la cultura.

Ello significa que se puede identificar prontamente a una comunidad democrática según sus estadísticas: Islandia, ejemplo, tiene cero analfabetismo, cero carencia de viviendas sociales, rarísima corrupción, cárceles vacías y máximo un homicidio al año, de igual modo que incorpora a todos sus habitantes en los cuidos de salud, educación y seguridad; su estatus moderno carece de duda.

Pero cuando se construye a una república desde la exclusión lo que se gesta es un pueblo infeliz. El 60% de pobreza en Honduras implica que el otro 40% lo explota, le roba o es indiferente. Y si además existe 40% de miseria, el cuadro es peor y cruel ya que 60% de los habitantes gasta, consume, desperdicia lo que ese otro porcentaje necesita.

Más grave, si se estudia la concentración de la riqueza se verá que 10% de individuos administra y maneja 76% de la economía global.

No acaba allí el rollo, pues ahora acontece que los sabios de la patria ––gobernantes, legisladores, pastores–– concluyen que para detener la indetenible delincuencia ––políticas fracasadas que los tienen en desesperación–– se debe castigar temprano al joven que delinque.

Menores de edad a quienes se declare criminales pasarán a ser tratados automáticamente como adultos y por ende sentenciados a duras penas, además de sumirlos en presidios (ya que hasta ahora nadie habla de reformatorios).

No es que se reduce, pues, la edad penal sino se la eleva a rango de adulto delincuencial, reforzando por ende la exclusión.

La culpa no es de los jóvenes, a quienes se busca castigar de forma desproporcionada, sino de una sociedad hundida en la inequidad. Si aquí se declara delincuente adulto a personas de 14 o 16 años, lo mismo hará el país hacia donde él marche mojado, que es el fondo de toda la cuestión, justificar que Estados Unidos presto los deporte bajo acusación de pandilleros.

El sandinismo armó a miles de adolescentes y los mandó a guerrear la Contra. Más tarde, el congreso discutió si bajaba la edad electoral a 16 años y unos diputados se opusieron.

El gobierno reclamó: ¿cómo para enviarlos a morir no obsta que sean jóvenes, pero para elegir autoridades sí?...

Ídem sucede en Honduras con esta mala idea hoy flotante: cuando los muchachos son carne de cañón para empleadores explotadores nadie protesta, y cuando delinquen es la mar de lágrimas y de propuestas con medidas despiadadas ¿Por qué ven la consecuencia y no las causas, que son la falta de empleo y la ausencia de ocasiones para formarse y educarse y por cuya ignorancia resultante ellos ingresan al crimen?

¿Por qué no legislan que les paguen mejores salarios, que tengan acceso libre al seguro social, que reciban subsidios para escuelas y colegios, descuento en transporte público y rebajas en vestido, alimentos y medicamento…? ¿Se tornaría delincuente alguien a quien se otorgara tales beneficios sociales?

¿O es que se trata de someter y aplastar lo insurrecta que es la masa juvenil, amenazarla por terrorista, matarle el espíritu acabada de nacer?

Estas, exactamente estas, son las justificaciones que dieron pie al racismo y a las pesadillas del siglo XX: el nazismo y el fascismo. ¿Es eso lo que tenemos en Honduras, así piensa su “cristiana” sociedad?