Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El hombre que murió de miedo

¿Qué fue lo que llevó a la muerte a aquel hombre? Nadie lo sabe todavía
07.09.2019

Un hombre aterrorizado llega a la Policía a denunciar que está amenazado a muerte. El oficial que lo atiende le ofrece protegerlo pero nada de esto sucede. Los que lo amenazan le dicen que lo van a matar muy pronto por lo que hizo en Tegucigalpa. Él guarda un secreto. Cinco días después, el hombre muere en su cama. El forense dice que no sabe de qué murió. La viuda dice que murió de miedo.

Asombro

“¿Qué me está usted diciendo, señora?” –le preguntó el policía a la esposa, luego de que le hiciera una confesión tan triste como vergonzosa.

“Eso, señor –respondió ella, sin levantar la cabeza–; eso…”

El oficial dejó que pasaran algunos segundos en los que solo se escuchó el ruido del ventilador y un estertor ahogado en el pecho de la señora.

“A su esposo le gustaban los niños –dijo, después, el policía, hablando despacio–; ¿es eso lo que me dijo, señora?”

Ella no respondió. Se limitó a mover la cabeza hacia adelante y a limpiarse los mocos con un pañuelo empapado.

“¿En qué sentido?”

La pregunta estaba de más.

Ella se quedó en silencio.

El oficial carraspeó un par de veces, miró a la mujer, perdiendo por ella toda la empatía con que la había atendido desde el inicio, y le dijo, con voz grave y acusadora:

“¿Su esposo abusó de algún niño, señora?”

“Sí” –respondió la mujer, sin ver al oficial.

“Y, ¿usted lo sabía?”

“Sí”.

“Y, ¿usted aprobaba eso, señora?”

“No, claro que no”.

“Entonces, si usted sabía que su esposo había abusado de un niño, ¿por qué no lo denunció?”

La mujer levantó la cabeza.

“Yo lo quería, señor” –dijo, enseñando los dientes.

El policía hizo un gesto de repulsión.

“Y, me imagino –dijo, levantándose de la silla–, que no solo abusó de un niño”.

La mujer no dijo nada.

“Contésteme” –exclamó el hombre, indignado.

“No sé, señor… Yo supe de eso hasta que empezaron a amenazarlo… Él me confesó lo que había hecho…”

“Y, ¿le dio algún nombre? ¿Le dijo de qué niño se trataba?”

“No; y yo no le pregunté nada”.

“¿Le dijo dónde había sido?”

“Sí”.

“¿Dónde?”

“En la escuela en la que trabajaba”.

“Y la escuela era…”

Ella le repitió el nombre.

“Ya se lo había dicho a usted, señor”.

“Sí, ya sé…”

“Entonces…”

El policía se interrumpió. En ese momento sonó un teléfono. Era el de la señora.

La llamaban de un número desconocido.

“Póngame al policía” –le dijeron.

Ella le entregó el teléfono al oficial.

“Quieren hablar con usted” –le dijo.

“¿Quiénes son?”

“Los que mataron a mi marido”.

El oficial se puso el teléfono en una oreja.

“Mire, inspector –le dijo una voz joven, hablándole despacio–, el maldito ese ya pagó; nada tenemos en contra de la señora ni de los hijos de ese perro, pero usted es mejor que deje las cosas hasta aquí porque no queremos que el chavalo vuelva a vivir lo que le hizo ese basura… Si ustedes investigan, van a hacer que el cipote recuerde cosas que está superando, entonces, no nos vamos a quedar con las manos cruzadas… Usted me entiende”.

“¿Me estás amenazando?”

Nadie le contestó. El que había llamado cortó la llamada.

Pasos

Aun así, los detectives de la Policía de Investigación tenían el deber de investigar el caso, de tratar de resolver el misterio y de encontrar a los que llevaron a aquel hombre a la muerte. Pero no tenían por dónde empezar. Entonces, decidieron ir a la escuela.

¿Qué descubrieron allí?

Nada.

Solamente una maestra les dijo que se decían “cosas del profe”, pero que ella no había visto nada nunca.

“¿Qué cosas se decían?”

“Pues, que se pasaba de confianza con los niños, y que en vez de ir al baño de los maestros, iba al de los varones, y se estaba allí mucho tiempo…”

“¿Se supo si abusó de algún niño?”

“Yo no supe nada”.

“¿Hay alguien que nos pueda decir algo más?”

“Mire, él se llevaba muy bien con una maestra; una profesora blanquita…”

“¿Está aquí ella?”

“No, señor”.

“¿Dónde podemos hablar con ella?”

“En ninguna parte, señor; ella se murió de cáncer hace unos tres años…”

El policía se quedó pensando por largos segundos.

“Y, ¿recuerda usted si el profesor tuvo algún problema con algún padre de familia?”

“No, señor”.

“Trate de recordar. Tal vez algún padre de familia vino enojado donde él…”

“No, señor; no sé nada de eso…”

El detective cambió de táctica.

“Bien. ¿Recuerda usted si él se llevaba bien o mejor con algún alumno en especial, a diferencia de los otros?”

“No, señor… Ha pasado mucho tiempo de eso”.

“Perdone que insista… Trate de recordar si él era especial con algún niño…”

La mujer hizo memoria.

“Mire –dijo, con voz insegura–, yo recuerdo a un niño que se llevaba bien con él, o al menos eso es lo que parecía…”

“¿Recuerda cómo se llamaba ese niño?”

“No lo recuerdo”.

“¿De qué grado era? ¿Se acuerda usted?”

“Creo que de quinto… o de sexto… No sé bien”.

“Pero, si usted ve las fotografías de los niños, ¿lo reconocería?”

“Creo que sí”.

La víctima

Al día siguiente la maestra vio varios álbumes del recuerdo en los que aparecían los alumnos de sexto grado. Señaló uno y le dijo el nombre al detective.

Con la ayuda del director de la escuela se dieron cuenta del nombre de los padres. Y no tardaron en localizarlos.

“La Policía quiere hablar con usted” –le dijo al padre, a las puertas de su casa.

“¿Y de qué quiere la Policía hablar conmigo?” –preguntó el hombre, con cara seria y ojos brillantes–. “Imagino que sabés con quién estás hablando, ¿verdad?”

El policía le dio el nombre.

“¿Pero sabés vos lo que hay detrás de ese nombre?”

“No me interesa eso, señor; vine porque quiero hablar con usted sobre la muerte del maestro…”

El hombre lo interrumpió.

“¡Ah! ¿Es por eso? –exclamó–. Y por semejante estupidez venís a molestarme…”

“¿Lo conocía usted?”

“¿Qué querés saber, policía? ¿Por qué mejor no hablás claro? Si ya estás aquí, es porque algo has averiguado, pero una cosa sí te advierto… Si mi hijo sabe aunque sea un poquito de esto, te aseguro que en menos de una semana les estás haciendo compañía al profe… Vos y todos estos alacranes que andan con vos…”

“¡Más respeto a la autoridad, señor!”

“Respeto. Respeto. ¡Pobre de vos que le exigís respeto a un ciudadano al que debiste hacerle justicia cuando su hijo fue destruido por un maldito miserable como ese! Decime, ¿qué hubieras hecho si te das cuenta de que ese malnacido abusó de tu hijo en el baño de su escuela? ¿Qué hubieras hecho? ¡A ver, decime! ¿Por qué te quedás callado?”

El hombre lloraba de rabia.

“¿Sabés todo lo que nos ha costado a la mamá y a mí ayudarle a mi cipote a que supere lo que le hizo ese maldito? Y no te hablo de dinero… Te hablo de sufrimientos, de lágrimas, de impotencia, de desesperación, de la tortura que sufre un padre, del dolor y la angustia que sufre una madre cuando sabe que su hijo lleva en el alma esa marca maldita… la marca imborrable del abuso sexual… ¿Sabés vos lo que eso significa? ¿No, verdad? Y venís aquí tratando de hacerle justicia a una maldita alimaña que mejor no hubiera nacido…”

“Señor, es mi deber”.

“Tu deber… Permitime que me ría en tu cara. Y, ¿cuál es tu deber para con las víctimas? Venís aquí a decirme imbecilidades de un cerdo, y no me preguntás por lo que ha vivido mi hijo…”

“¿Usted lo amenazó de muerte?”

“¿Y qué si fue así?”

“Cometió usted un delito, señor, porque el hombre murió…”

“¿De qué? ¿De miedo?”

El hombre soltó una carcajada.

“Maldito cobarde…”

“Señor, tiene que darnos una declaración”.

“¿Sobre qué?”

“El fiscal va a querer hablar con su hijo”.

El hombre se puso rojo de la ira.

“Está bien –le dijo–; el lunes estaré en tu oficina… ¿Conforme?”

“A las nueve de la mañana…”

El hombre en vez de responder, le preguntó.

“¿Cuál es tu nombre?”

El detective le dio su apellido y algunos datos más, los suficientes para que lo encontrara en las oficinas el lunes siguiente.

“Esperate un momento” –le dijo el hombre, tomando su teléfono celular.

El detective lo miró extrañado mientras él marcaba un número. Cuando le contestaron, lo escuchó decirle su nombre a alguien.

“Quiero que entren a su casa, le tomen foto a su mujer, a sus hijos, a sus hijas, a su suegro, al perro, al gato, al loro y al perico, y me las traen… Las necesito para el lunes a las nueve de la mañana”.

El detective se estremeció.

El hombre puso el teléfono en altavoz.

“¿Qué hacemos con él?” –se escuchó una voz por el parlante.

“Por ahora, solo eso…”

“Si usted quiere lo pelamos hoy mismo”.

“No; le vamos a dar una oportunidad… El muy miserable me acaba de amenazar de que van a hablar con mi hijo, y si llegan a hacer eso, quiero que le maten a toda su familia, y a toda la familia del fiscal, pero que a ellos los dejen vivos… ¿Entendido?”

“Entendido”.

El hombre miró al policía, que había palidecido.

“Si querés hacer justicia, buscá otro caso que investigar… A mi hijo no te le vas a acercar jamás”.

El detective no dijo nada. Se estremece de nuevo cuando repite aquellas palabras. Hasta hoy, el caso está perdido en los archivos, nadie sabe de qué murió realmente aquel hombre, y al detective no le interesa.

“A lo mejor fue la justicia de Dios –dice, con acento tembloroso–. Tengo esposa, madre, padre y tres hijos, dos niñas y un varón, y no quiero que me les hagan daño… Y ese hombre es muy capaz de hacer lo que me dijo…”

“Entonces, hasta ustedes pueden ser amedrentados…”

“Cuando está en juego la seguridad de la familia, los policías son de carne y hueso…”

“¿Ha vuelto a ver al hombre?”

“Ni quiero”.

“¿En qué quedó el caso del maestro que murió de miedo?”

“Solo Dios sabe”.

“¿Llegó el hombre el lunes a su oficina?”

“Sí, pero yo no estaba…”

Hizo el policía una pausa, suspiró, miró hacia ambos lados, y me preguntó:

“¿Ha oído hablar usted del síndrome del miedo?”

“Sí”.

“Pues, yo pasé ese fin de semana con diarrea…”

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