Siempre

Joaquín Sorolla, un impresionista enamorado de la luz

Monet, Manet y Cezanne impusieron, ante todo, una forma de pintar. Su técnica consistió en plasmar las impresiones de la luz por medio de pinceladas sueltas y colores puros

09.06.2018

TEGUCIGALPA, HONDURAS

Inútil competir con el tamaño del mundo, con la complejidad de la naturaleza y con la profundidad submarina que se extiende por debajo de ella. No es casualidad que esta desmesura haya sorprendido en el pasado a los pintores impresionistas.

En la naturaleza encontraron sin dificultad agua dulce abundante para sus obras y mástiles espléndidos para sus veleros estéticos. Monet, Manet, Cezanne y compañía tomaron como regla pintar sus naturalezas al aire libre, realizándolas siempre en la escena natural que querían captar. Todos ellos querían aprehender el aspecto particular del mundo, la observación fugitiva de la luz natural, aquella que emana del sol, y la coloración bajo la cual se ofrece.

Contemplando sus lienzos, distingo claramente la luz según el momento del día en que fueron pintados y hasta puedo advertir a qué estación del año pertenecen. Monet, por ejemplo, pintó la mayoría de sus paisajes en la mañana, a la salida del sol entre el vapor.

El tiempo que empleaba para trabajar sus cuadros fue siempre limitado. Debía abandonarlo cuando el sol ascendía en el horizonte y los vapores se disipaban, resultándole necesario, para concluirlo, que lo prosiguiese cuando el efecto deseado se volviera a repetir.

Cezanne fue otro amante de la intemperie: más de la mitad de sus óleos son paisajes. En la serie consagrada a la montaña de Sainte Victorie, un macizo calcáreo de casi mil metros de altura, el pintor francés nos ofrece abundantes datos sobre el instante en que ejecutó sus lienzos. A veces la montaña luce inundada de luz matinal, con su blancura, su claridad y frescor. La luz del atardecer, en cambio, nos devela un pico amarillento, casi rojizo, casi tibio. En invierno la montaña es nítida y los tonos empleados son fuertes, intensos. Hay menos colores, es cierto, pero con qué fuerza aparecen los matices. En verano se vuelve turbia y parece ocultarse tras un velo.

Los impresionistas impusieron, ante todo, una forma de pintar. Su técnica consistió en plasmar las impresiones de la luz por medio de pinceladas sueltas y colores puros que permitían una ejecución tan rápida que muchos calificaron de espontánea e instantánea. Disfrutaban del aire libre y solían trabajar en pequeños formatos. No les interesó el taller y sus composiciones fueron menos complejas y grandilocuentes a las de un Rubens o un Velásquez. La sensibilidad impresionista, radical y profunda, germinó a espaldas de los grandes maestros del pasado. La ruptura fue definitiva y marcó de conjunto al arte del siglo XX.

Tan solo un hombre aspiró a erigir puentes en medio de aquel caos finisecular. Alguien que se propuso conectar la tradición clásica con los arrebatos impresionistas. Un genio transicional cuyos recursos provenían de siglos lejanos.

Ese hombre fue Joaquín Sorolla. En los óleos de este valenciano puede advertirse la presencia del arte más tradicional y costumbrista de la primera mitad del siglo XIX en extraña armonía con las primeras obsesiones modernas. Su intensa producción representó un epílogo para la pintura realista y el prólogo para todas las tendencias que revolucionarían el arte.

Igual que sus aguerridos coetáneos impresionistas, Sorolla gustaba pintar al aire libre, sin importarle el calor ni la intensidad del sol. En las fotografías de la época lo vemos vestido siempre de forma elegante con traje, con su enorme caballete, clavado al suelo y sujeto con piedras, y protegido del sol, tanto él como la obra que está realizando, con mantas y sombrillas, en medio de la arena, apenas a unos metros de la orilla del mar donde estaban las escenas que pintaba. Todo ello suponía un gran esfuerzo que, a la larga, fue minando su energía y su salud.

Pocos como Sorolla para encarcelar de un modo tan elegante la luz natural. Sus paisajes marinos dan pruebas de su gran capacidad para captar y reflejar en el lienzo la gozosa luminosidad estival. De él me conmueven varios lienzos. Los niños desnudos y soleados que chapotean en el agua. Los bueyes rubios con un pescador sentado en el testuz tiran de las barcas con una tensión extrema. O el de aquellas mujeres vestidas de blanco que van a pie cargadas de cestas repletas de pescado.

Esta última titulada “Las tres velas” resume las mejores cualidades del pintor: luz magnífica, composición equilibrada y extraordinaria representación de la playa. En esta escena cotidiana el sol comienza a comportarse como un huésped incómodo. El mar, esa gran extensión cambiante y ondulada que Sófocles comparó con las miserias humanas, no es más que un conjunto agradable de olas sucesivas que fluyen una detrás de otra. Las hay serenas que amenazan con mojar los pies de las mujeres, pero atrás vienen otras más alzadas.

En esta lámina de azul cobalto y turquesa puedo ver reflejado el cielo y las nubes pasar. Los veleros embisten el mar, más no lo hieren. Solo el ruido del viento parece perturbar el silencio y la quietud del mediodía.

El estilo de Sorolla, elegante e irrepetible, se basó en la percepción del momento luminoso. Sus colores destilan sal y brisa marina. En el instante en que el pintor posa su mirada en el horizonte marino y el sol asoma alegremente por sus telas, ahí aflora el incorregible enamorado de la luz que siempre fue.