Crímenes

Selección de Grandes Crímenes para este domingo: La captura imposible (1/ 2)

Hay veces que la vida castiga mucho más fuerte que la justicia. Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.
09.06.2018

El río Coco es el río más largo de Centroamérica. Mide 680 kilómetros y riega un área de casi veinticinco mil kilómetros cuadrados. Es rico en flora y fauna, y en sus aguas hay peces gigantes, entre los que destacan la lubina o róbalo, de los que han llegado a pescarse ejemplares de casi treinta libras de peso. En sus orillas hay cedros de troncos altos y gruesos, algunos de varios siglos de antigüedad, y también hay caobas y granadillos, árboles estos de hasta veinte metros de altura, cuya madera negra y dura sirve para hacer instrumentos musicales como flautas, castañuelas y marimbas.

En lo profundo de la selva que rodea al río Coco viven tigrillos, dantos, osos perezosos, venados, enormes boas y un sinnúmero de aves, aparte de millones de insectos, entre los que destacan los jimeritos, que producen una miel deliciosa y medicinal.

Durante casi todo el año la zona del río Coco tiene un clima fresco y agradable, y es navegable en su totalidad, aunque en lo más crudo del invierno se vuelve peligroso ya que se desborda, provocando inundaciones graves.

El río sirve de frontera natural entre Honduras y Nicaragua, y se le conoce también como río Segovia, aunque los misquitos lo llaman Wanki. Nace en las montañas de San Marcos de Colón, en el departamento de Choluteca, Honduras, y se forma por la unión de los ríos Comalí y Tapacalí, y sus mayores afluentes son el Bocay y el Waspuk. Viven en este paraíso los misquitos y los sumos, mezclados con ladinos que han ido acaparando tierras para la agricultura y la ganadería, y que explotan el bosque irracionalmente. Y en este paraíso vivía, también, Juan María, un campesino joven que amaba su tierra, la agricultura y las pocas vacas que tenía su familia.

Nació y creció a las orillas del río, donde pescaba y cazaba sin pensar en llevar otra vida más que aquella que lo hacía verdaderamente feliz. Pero una mañana nublada de invierno un grupo de policías invadió su paraíso buscándolo con una orden de captura.

“¿De qué acusan a mi hijo?” –les gritó a los agentes su abuelo, un hombre menudo, lleno de canas, con la piel arrugada pero con energía en los ojos.

“A su hijo se le acusa de asesinato, señor” –le respondió el detective a cargo de la operación.

El anciano abrió la boca para decir algo, pero la sorpresa detuvo las palabras en su garganta.

“¿Asesinato?” –preguntó, poco después.

“Sí, señor… Y tenemos una orden de cateo para buscar en su casa…”

El abuelo de Juan María se dejó caer en una vieja mecedora…

Bolsa
En la calle solitaria, bajo los sauces en flor, un pepenador encontró una bolsa negra, sellada con un grueso nudo. Estaba entre las raíces de dos árboles, y sobre ella revoloteaba un enjambre de moscas. Además, un ejército de hormigas entraba y salía de ella por una abertura tan grande como una mano. El pepenador se acercó y, agachándose, vio una mano ensangrentada por la abertura. Era una mano de mujer. Con una vara levantó un poco la bolsa rota y vio adentro con más atención. A la mano le seguía un brazo, a este un hombro y, un poco más allá, una cabeza de mujer. Aterrado, llamó a la Policía.

Ella
“Hacen falta las piernas –dijo un oficial, cuando llegaron los empleados de Medicina Forense–, y el brazo izquierdo”.

“La descuartizaron a hachazo limpio” –dijo el médico, viendo ligeramente los restos.

“¿Por qué lo dice?” –preguntó el detective.

“Estos son cortes de carnicero –respondió el doctor–, sin defectos, y fueron hechos con fuerza. El instrumento con el que cortaron el brazo y las piernas es filoso y pesado, y me inclino a creer que se trata de una hacha de mango largo, manejada, por supuesto, por alguien con mucha experiencia…”.

“La muchacha era delgada” –observó el policía.

“Eso ayudó al asesino…”.

“Doctor, cuando la descuartizaron, ¿estaba viva o ya había muerto?”

“Estos son cortes post mortem…”.

El forense hizo una pausa.

“A esta muchacha la estrangularon” –dijo, después, señalando con un índice enguantado el cuello de la víctima.

“¿Está seguro? –replicó el agente–. En el cuerpo hay mucha sangre, lo que puede indicar que la mataron a golpes”.

“No veo golpes en la cara ni en la cabeza –replicó, a su vez, el médico–, ni heridas en el tórax, el abdomen o la espalda. Pero en el cuello tiene marcas entre rojizas y moradas, y hay líneas paralelas y gruesas que parecen dedos… ¿Las ve usted?”.

El detective se agachó un poco más.

“Sí, doctor –respondió–; las veo”.

El médico agregó:

“El asesino la estranguló y, casi de inmediato, la mutiló”.

Se puso de pie.

“Y lo hizo con un solo golpe cada vez… –continuó–. Como vemos, los cortes son perfectos, no avulsivos, o de desgarro, ni son por aplastamiento. El hacha, o lo que fuera, cortó la carne de un solo golpe, partiendo sin esfuerzo el hueso”.

“Doctor –dijo el detective, arrugando las cejas–, ¿por qué dice ‘el hacha’ y no ‘la hacha’?”.

El médico tosió un par de veces, carraspeó para aclarar la garganta, y dijo, retirándose unos pasos de la escena del crimen.

“Hacha es una palabra de género femenino –empezó a explicar–, y comienza con ‘ha’, acentuada con acento prosódico, o sea, sin tilde pero donde la sílaba se pronuncia con mayor fuerza, y por eso se le antepone siempre el artículo ‘el’. Por eso decimos: ‘El hacha es grande y pesada”, aunque podemos decir ‘Un hacha’ o ‘Una hacha’…”.

El doctor se detuvo de pronto.

“¿Ha leído usted alguna vez a Vil Cast?” –agregó, lanzando la pregunta mientras se quitaba los guantes.

“Sí, doctor; algunas veces”.

“Se llama Vilma Castillo, y se denomina a sí misma ‘la averiguática’, porque lo averigua todo en materia de palabras, nombres, frases y escritura para educar a la gente. Ella se lo explicaría mejor”.

El agente no dijo nada más.

Piernas
Una hora más tarde, en un barrio alejado de allí, le avisaron al detective que adentro de un saco de nailon acababan de encontrar un brazo y dos piernas de mujer. Los perros, las moscas y las hormigas se estaban peleando por el saco, del cual salió sangre que ya se había coagulado sobre la tierra.

“Creo, doctor –le dijo el detective al médico forense–, que ya tenemos la otra parte del cuerpo”.

“Vamos a comprobarlo” –dijo el doctor.

Y así era.

Dos piernas largas y delgadas, manchadas con sangre seca, estaban flexionadas dentro de lo que quedaba de un viejo costal de nailon de color blanco, el que estaba sellado con un pedazo de soga del mismo color, y asegurado con un nudo que llamó la atención del detective.

“Es un nudo especial” –comentó.

“Muy especial” –dijo el forense, viéndolo, pensativo.

“Esto tiene un significado –añadió el detective–, y un significado que nos va a ayudar a reducir el número de sospechosos”.

“No entiendo bien”.

El agente llamó a uno de sus compañeros.

“Doctor –agregó, presentándoselo al médico–, este compañero es ingeniero agrónomo, graduado en la Universidad Nacional de Agricultura, en Catacamas, Olancho, y fue ordeñador antes de ser detective… Él puede decirnos qué tipo de nudo es este”.

El agente se agachó frente al costal, removió un faldón que cubría la soga con la punta de un lápiz y, sin perder mucho tiempo, dijo:

“Es un nudo doble ocho con gaza –explicó–, y se usa mucho en ganadería”.

El forense vio los pies que salían por un desgarro que los perros le habían hecho al costal.

“Y los pies también están amarrados” –dijo.

El agente miró la soga y, en un segundo, reconoció el tipo de amarre.

“Este es un ‘nudo de puerco’ –dijo–, y se usa para cuando se va a hacer una cirugía al animal… Aunque es un nudo seguro, se destraba con facilidad, por la gaza que se deja al final…”.

“Esto no se ve con frecuencia en estos casos” –dijo el forense.

“Bueno… –murmuró el agente a cargo del levantamiento del cuerpo, rascándose detrás de una oreja–, yo nunca había visto algo así… Los nudos de los costales que hemos reconocido son comunes, como hechos con rapidez y sin ninguna pericia… Pero este es muy especial”.

Siguió a esto un momento de silencio.

“Esto nos pone ante un crimen planificado –agregó el detective, momentos después–, y ante un asesino con cólera…”.

Hizo una pausa.

Luego, añadió:

“Y si a esto agregamos los cortes casi perfectos en el brazo y las piernas…”.

“Casi no –lo interrumpió el forense–; son cortes perfectos hechos con un hacha, estoy seguro”.

“Eso nos dice que el asesino es un hombre con habilidades del campo, agricultor, leñador y ganadero…”.

“Es posible”.

“Entonces solo nos queda saber quién es la víctima, conocer algo de su vida, y así orientar mejor la investigación del crimen…”.

“Excelente” –musitó el doctor, dispuesto a retirarse.

“Hay un principio en criminalística, doctor –siguió diciendo el agente–, que dice que si conocemos a la víctima, conocemos al criminal”.

Nadie dijo nada.

“Entonces –dijo, tras unos segundos, el médico–, este no es un crimen hecho por pandilleros o mareros…”.

“La víctima tiene un tatuaje en el tobillo derecho” –observó otro detective.

“Pero es un tatuaje artístico, una rosa con una serpiente, que no tiene significado delictivo…”.

El agente hizo otra pausa. Al final, se preguntó, hablando en voz alta y sin dirigirse a nadie en particular:

“¿Quién pudo matar a esta mujer?” –dijo.

“Alguien que tenía ira y odio contra ella” –le respondió uno de sus compañeros.

El detective no respondió.

“¿Por qué la mató?”.

Nadie dijo nada.

“¿Por qué no la torturó antes de matarla? O, ¿por qué no la mató a golpes con el hacha o a heridas con arma blanca?”.

El silencio fue el mismo.

“¿Sabía, doctor –dijo el detective, volviéndose hacia el médico–, que el que mata por estrangulamiento, y sobre todo a una mujer, tiene una motivación especial?”.

El médico no respondió

Continuará la próxima semana

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