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Selección de Grandes Crímenes presenta: La virginidad robada (2/2)

La Policía captura a un hombre mayor que es acusado de haber violado a una niña de 14 años. Él alega inocencia, sin embargo, la víctima declara cómo fue abusada y el fiscal del Ministerio Público lleva el caso ante un juez

17.03.2018

Serie 2/2

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.

Resumen. La Policía captura a un hombre mayor que es acusado de haber violado a una niña de 14 años. Él alega inocencia, sin embargo, la víctima declara cómo fue abusada y el fiscal del Ministerio Público lleva el caso ante un juez. El hombre está aterrorizado. Le esperan al menos quince años de cárcel.

Espera

La puerta de la celda se abrió con un estruendo de hierros y cadenas y la voz ronca del policía penitenciario resonó entre las cuatro paredes.

“Es hora, don Alfonso”.

Un hombre vestido pulcramente, de rostro cansado, peinando canas blancas y grises, y de aspecto nervioso, se puso de pie, dejó la Biblia que había estado leyendo sobre la cama y miró a sus compañeros.

“Buena suerte, don Alfonso” –le dijo uno.

“Dios lo acompañe” –le dijo el otro.

El hombre sonrió, pero aquella mueca ligera solo acentuó su tristeza.

“Su esposa y sus hijos lo están esperando” –agregó el custodio.

Don Alfonso suspiró.

“Tengo dos años de esperar este momento –dijo–, dos años perdidos, lejos de mi familia, de mis negocios… Dos años encerrado por un delito que no cometí…”

“Confíe en Dios” –musitó el policía.

Parecía que don Alfonso había perdido la fe.

“Todo va a salir bien” –le dijo su esposa, abrazándolo.

Él la miró y sus ojos se humedecieron.

“No es justo lo que hacen con uno –respondió–. Dos años preso, dos largos años esperando un juicio, y los fiscales pidiendo más tiempo como si lo único que les importara es tener las cárceles llenas, aunque sea con gente inocente”.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas pálidas y delgadas. Su esposa lloró con él.

“Confiemos en la justicia de Dios” –le dijo.

“A veces creo que a Dios no le importa nada de esto…”

“No blasfemés, Alfonso; Dios es bueno”.

“Yo no violé a nadie –replicó él, rechinando los dientes y apretando los puños–, y me han tenido aquí dos años… ¡Dos años! ¿Esa es la justicia en este país?”

La mujer lo miró y, con una mano temblorosa, le limpió las lágrimas, luego le dio un beso. Él la miró agradecido. Dos custodios lo empujaron hacia el carro que esperaba.

VEA AQUÍ LA PRIMERA PARTE DE ESTE CASO

Juicio

La sala estaba llena, era una mañana fresca y soplaba el viento. Afuera, en el patio del edificio del juzgado, las hojas muertas de los árboles formaban una alfombra oscura que opacaba la majestad de la casa de la justicia. Más allá, una montaña de chatarra servía de vivienda a ratas de todo tamaño. Al frente, la gente, acostumbrada a la basura, esperaba la hora en que llegara al tribunal el acusado. Su juicio era el único que se celebraba ese día fresco de febrero.

“El hombre es inocente” –decía uno.

“Lo que esa gente quiere es sacarle dinero” –decía otro.

“Pero la chava dice que don Alfonso la violó –agregó un tercero–, que la metió en una bodega y que la desnudó a la fuerza… Después le hizo lo que le hizo… ¡Y en ese tiempo era solo una niña!”.

Siguió a esto un momento de silencio.

“Si ella lo dice –intervino una mujer ya entrada en años, torciendo la boca–, así ha de ser… Pero a este viejo rabo verde está bueno que le pase… ¿Quién no sabe que es más mujeriego que mi difunto marido que tuvo que ver con todas las flojas del pueblo?”

En aquel momento, levantando una nube de polvo, se detuvo frente al juzgado un carro del Instituto Nacional Penitenciario. De él saltaron dos custodios, con los fusiles Galil cruzados en el pecho, y de la parte de atrás salió don Alfonso, esposado de pies y manos. Algunos de sus amigos vinieron a saludarlo y varios se sorprendieron al verlo. Había envejecido, estaba delgado y su angustia era notable.

Sonrió a los que trataban de darle ánimo y entró al juzgado. De una mirada comprobó “que era un templo de encantadores de serpientes y que adentro estaba como en espera de alguien que no existe”. Y don Alfonso se estremeció. Los custodios le quitaron las cadenas. Cuando entró a la sala, estuvo a punto de desmayarse. Todo el mundo se volvió hacia él. En primera fila estaba la madre de la niña violada, sus hermanas y dos hombres maduros de cara de piedra. Más allá estaba el fiscal, listo para devolverlo a su celda por muchos años más. Al centro, el estrado de los jueces, vacío, esperando a las tres personas que decidirían si lo enterraban en vida o le daban la libertad. Frente al estrado, el banquillo de los testigos, y con él su abogado, dos asistentes y los custodios que, fusil en mano, lo vigilaban de cerca, como si aquel hombre que parecía muerto en vida pudiera escapar.

Cuando se sentó, vio sobre él la mirada amorosa de su mujer, y le sonrió. En aquel momento, el secretario pidió silencio y anunció la llegada de los jueces.

“¡Todos de pie!” –exclamó.

Los jueces entraron, uno tras de otro, como sombras, vestidos de negro, serios, como si la justicia no debiera expresar la más ligera emoción.

Fiscal

“Tiene la palabra el fiscal del Ministerio Público” –dijo el secretario, después de leer el caso, letra por letra.

El fiscal se puso de pie.

“El acceso carnal del hombre con personas de uno u otro sexo –dijo, con entonación, luego de saludar al tribunal–, ejerciendo sobre ella fuerza suficiente o intimidándola, con un mal grave e inminente, constituye el delito de violación”

Hizo una pausa, como el pavo real que se detiene para extender su cola, y, segundos después, agregó:

“El caso que nos ocupa este día es un delito probado de violación a una menor de 14 años de edad”.

Nueva pausa.

“La declaración de la víctima es contundente –dijo, poco después–, y esta fiscalía, para confirmar lo dicho, llama al doctor René Hernández, quien en calidad de médico forense examinó a la menor pocas horas después de haber sido violada”.

El secretario llamó al médico y un alguacil abrió una puerta trasera. El forense, un muchacho delgado, de regular estatura, de aspecto sereno y confiado, entró a la sala caminando despacio. Cuando el fiscal leyó su dictamen, le preguntó:

“¿Ratifica usted, doctor, lo que acabo de leer y que fue escrito de su puño y letra y está firmado y sellado por usted en su condición de médico forense del Ministerio Público?”

“Lo ratifico” –dijo el médico.

“Tiene la palabra la defensa” –dijo el juez presidente.

El abogado defensor se puso de pie.

“Esta defensa ha contratado a un consultor externo –dijo–, experto en delitos sexuales a quien deseamos llamar, con la venia del honorable tribunal”.

“¿Quién es el consultor? –preguntó el juez. ¿Ya ha sido acreditado?”

“Sí, señor juez –respondió el abogado–, es el doctor Denis Castro Bobadilla, y ya ha sido acreditado ante este tribunal”.

Hubo un rumor que invadió la sala. El doctor miró al fiscal y algo parecido al desconcierto asomó en su rostro.

“¿Qué? –preguntó, cambiando de color y con el rostro demudado–. A… a… al doctor Castro… ¿Voy… voy a enfrentarme al doctor Castro Bobadilla?”

El fiscal lo miró sin decir nada y en aquel momento se abrió una puerta. Denis Castro Bobadilla, vestido de negro, con un bastón en una mano, el kipá sobre su cabeza, guantes negros en las manos y una bufanda oscura alrededor del cuello, entró a la sala, caminando despacio y con la frente alta, se detuvo ante el tribunal y, con una corta reverencia, saludó a los jueces.

“Bienvenido, doctor” –le dijo el juez presidente.

“Es un honor estar aquí, señoría” –respondió el doctor Castro.

“Puede comenzar cuando guste –agregó el juez–. Tiene usted la palabra”.

La defensa

El doctor Castro esperó un momento y luego, con el debido respeto, se dirigió al forense del Ministerio Público.

“Tengo entendido que examinó usted a la niña supuestamente violada…”

“¡Protesto, señor juez! –saltó el fiscal–. Es un hecho probado que la niña fue violada y el doctor Castro…”

Un gesto del juez presidente lo interrumpió.

“Denegada la protesta –le dijo–. Es en este juicio donde se va a confirmar o no el delito que se persigue”.

El fiscal se sentó.

“Continúe, doctor” –dijo el juez.

“Doctor –dijo Denis Castro, después de agradecer al juez–, ¿cuánto tiempo después del hecho examinó usted a la niña?”

“Veinticuatro horas, doctor”.

“¿Veinticuatro horas?”

“Sí”.

“¿Le parece a usted que en ese tiempo se hayan borrado las huellas, signos o señales de un acto sexual forzado conocido como violación?”

“No, doctor; imposible”.

“Bien”.

Denis Castro hizo una pausa.

“Tengo entendido –dijo, después de poner la bufanda y los guantes en la mesa de la defensa–, que la niña le confesó a usted, tanto como al señor fiscal, que nunca en su vida había tenido sexo, ¿es así?”

“Así es, doctor. La niña, al preguntársele si había tenido relaciones sexuales antes, respondió que no”.

“¿Cuántas veces le hizo usted esa pregunta, doctor?”

“Tres veces, doctor; de acuerdo al protocolo y para estar seguro de su respuesta”.

“La niña dijo que el señor aquí presente, don Alfonso, la llevó bajo engaños a una bodega de su propiedad y que allí, a solas, la desnudó por la fuerza, le quitó su blumercito y procedió a penetrarla…”

“Así es, doctor”.

Denis Castro miró al forense que sudaba a pesar del frío.

“¿Cuántas veces dijo la niña que el señor la había violado?”

“Cuatro veces, doctor?”

La sala estalló en murmuraciones. El juez presidente hizo el silencio con un golpe
del mazo.

“Aclaremos… ¿Puede usted repetir textualmente la respuesta de la niña a su pregunta?”

“Ella dijo: Me penetró cuatro veces”.

“¿Puede esto interpretarse, doctor, como cuatro penetraciones o como cuatro violaciones?”

El doctor calló y miró al fiscal. Este se puso de pie para protestar, pero desistió.

“Doctor –dijo, entonces, el doctor Castro–, al examinar a la niña, esto es, al examinar los genitales de la niña, su vagina, ¿usó usted lámpara de Woods para encontrar restos de semen, sarro de sangre u otros fluidos?”

“Aquí no tenemos lámpara de Woods, doctor –respondió el forense–; es un instrumento muy caro y el Ministerio Público no tiene dinero para comprarla”.

El doctor Castro levantó la cabeza, miró directamente al forense, y le dijo, como si le disparara las palabras:

“¿Ha ido usted alguna vez a un banco, doctor?”

Su voz suave era insinuante e hizo temblar al médico.

“¡Protesto, señor juez! –exclamó el fiscal, contento de poder protestar, aunque fuera solo para abrir la boca por algo–. La pregunta del doctor Castro es impertinente y nada tiene que ver el hecho de que el forense del Ministerio Público haya ido o no a un banco y el juicio que ocupa a este honorable tribunal”.

“Protesta denegada, señor fiscal –dijo el juez–, hasta que el doctor Denis Castro no haya desarrollado su idea. Prosiga, doctor, por favor”.

“Gracias, señoría”.

El fiscal se sentó.

“El forense del Ministerio Público responderá a la pregunta del consultor de la defensa” –dijo uno de los jueces, interviniendo en el juicio por primera vez.

“Sí, doctor –respondió el empleado de la fiscalía–, he ido a un banco, pero ¿qué tiene eso que ver…?”

El doctor Castro lo interrumpió.

“¿Ha visto las máquinas con las que se cuenta el dinero en los bancos, una maquinita que da una luz morada? –le preguntó y, sin esperar a que le respondiera, agregó–: Pues, esa es una lámpara de Woods…, barata, sencilla y práctica. Con su luz se pueden detectar restos de semen, de sarro de sangre, etcétera…”

El forense se mordió los labios.

“Dígame, doctor –añadió Denis Castro–, al examinar a la niña, ¿cómo encontró su himen?”

Un murmullo se levantó en la sala, pero se apagó de pronto.

“Estaba desgarrado en tres partes, doctor –respondió el forense–, a la una, a las cinco y a las siete, en el sentido de las agujas del reloj”.

“¿Eran desgarraduras recientes?”

“No, doctor”.

“¿Cuánto tardan en sanar las desgarraduras del himen después de la primera penetración o después del desfloramiento?”

“Unos siete o diez días, doctor”.

“¿Hay sangrado en ese tiempo?”

“Por lo general, doctor”.

“¿Qué más encontró en el himen de la niña, doctor? ¿Puede decírselo al honorable tribunal?”

“Encontré carúnculos, doctor”.

Denis Castro Bobadilla giró hacia el tribunal y dijo:

“Para ilustrar mejor al tribunal, señores jueces, un carúnculo himenal es la cicatriz que en forma de pequeñas elevaciones se forma en el himen durante el proceso de sanación luego de que se desgarra. ¿Es así, doctor?”

“Así es, doctor Castro”.

“Dígame… ¿Cuánto tiempo calcula usted que tienen los carúnculos en el himen de
la niña?”

“No sabría decirlo con exactitud, doctor –respondió el forense–, pero son antiguos…”

“¿Podemos decir, entonces, que la niña tuvo sexo por primera vez desde hace mucho tiempo, más de un mes o más de dos o tres meses antes de que supuestamente fuera violada?”

“Así es, señor”.

“Vemos, doctor, que al momento en que la examinó, veinticuatro horas después del supuesto hecho de violación, la niña tenía sus pechos grandes, aunque aun en formación, tenía vello púbico y las demás características de una mujer en pleno desarrollo y con capacidad natural para sostener relaciones sexuales?”

“¡Protesto, señor juez! –rugió el fiscal–. La pregunta del doctor Castro es impertinente porque vulnera la dignidad de la víctima al exponer así ciertas características físicas de su parte íntima!”

“Doctor Castro” –dijo el juez.

“Estamos juzgando un delito sexual, señoría –respondió el doctor–, y nada de extraño o denigrante tiene que nos refiramos a los genitales humanos como lo que son y con la responsabilidad científica que amerita la claridad en un juicio”.

“¡Protesta denegada! –gritó el juez, mirando al fiscal–. Siga, doctor”.

“En conclusión, señores jueces –dijo Denis Castro–, vemos que la niña mintió al decir que nunca había tenido relaciones sexuales, y acabamos de comprobar que sí; mintió al decir que era primera vez que vivía una experiencia de ese tipo y comprobamos que su himen estaba desflorado, o sea, roto, desgarrado, desde mucho tiempo antes… De haber estado intacto en el momento de las cuatro penetraciones que denunció, o de las cuatro violaciones, su himen hubiera presentado heridas recientes, inflamación, enrojecimiento y sangrado, y el forense del Ministerio Público no encontró nada de eso. Por lo tanto, la niña mintió y la acusación de violación es falsa. ¡He terminado, señoría!”

Gritos de alegría inundaron la sala. La esposa de don Alfonso lloraba y él sonreía, lleno de fe. Hoy, vive en libertad y goza de su familia y de su trabajo. Fue declarado inocente y se le dio sobreseimiento definitivo. El fiscal no dijo esta boca es mía. La niña, hoy una hermosa mujercita de dieciséis años, va por la vida sin que le remuerda la conciencia por el mal que hizo.

“¡Bah! ¿Y a mí que me importa?”

La virginidad se la habían robado mucho tiempo antes. ¡Esa es la justicia en Honduras! Don Rolando Argueta debe hacer algo para que los jueces no les roben la vida a los inocentes, y don Óscar Chinchilla debería aconsejar a sus pupilos de que sean más serios y más objetivos en sus acusaciones… Tal vez a Juan Orlando o al Congreso le interese mejorar el sistema de justicia de Honduras. Ojalá.