Crímenes

La sangre de un inocente

Como dijo Albert Einstein, la estupidez humana es más infinita que el universo

28.10.2017

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres

El detective de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) llegó por tercera vez a la oficina del gerente. Esta vez llevaba en la mano una nota del fiscal.

“Ya le tengo el video” –le dijo el gerente cuando lo vio entrar a su oficina sin anunciarse.

“Estábamos a punto de acusarlo de obstrucción a una investigación criminal” –le contestó el detective–. Esta es la orden del fiscal…”

“No hay necesidad, señor… –lo interrumpió el hombre, con acento nervioso–. Aquí está el video de la cámara de seguridad del parqueo; está todo lo que pasó esa noche, y está íntegro… Puede confirmarlo en los archivos de la empresa”.

El policía tomó el disco, saludó y se retiró después de dar las gracias.

“¿Qué esperás encontrar en el video?” –le preguntó al detective uno de sus compañeros.

“Ya veremos qué es lo que hay –respondió este–. Si el taxista venía todas las noches a las once a traer a su esposa, y si sabemos bien que vino la noche en que lo mataron, tal vez pasó algo en el parqueo del restaurante y el video puede ayudarnos a resolver el caso”.

El detective tenía un revoltijo de ideas en la cabeza y aquel caso lo había obsesionado.

Caso
¿Cómo era posible que la muerte de aquel taxista quedara en la impunidad? ¿Qué necesidad tenían de matarlo si era un hombre bueno, trabajador, buen padre y buen marido y no tuvo jamás un enemigo? Además, ¿por qué lo mataron? ¿Qué motivo tenía el asesino?

“Está claro que no lo mataron por robarle –les dijo el detective a sus compañeros, mientras analizaban el caso–. Tenía en una bolsa del pantalón su billetera con doscientos tres lempiras y un billete de dos dólares, en el cenicero del carro tenía quinientos veintiséis lempiras, seguramente producto del trabajo del día, en la bolsa de la camisa estaba su teléfono celular, el reloj estaba en su muñeca y un anillo de oro, de matrimonio, en su dedo anular izquierdo. No le robaron nada. ¿Entonces?”

López
Se llamaba José Luis López, tenía treinta y ocho años, trabajaba en su propio taxi desde hacía tres, después de una década de ahorrar para comprarlo, y tenía esposa y dos hijos. Su esposa Elena, dos años mayor que él, trabajaba en un restaurante de comidas rápidas y él siempre iba a traerla, todos los días y a la misma hora: las once de la noche.

Por lo general llegaba media hora antes y la esperaba. Esa era su rutina. Juntos estaban pagando una casa en la colonia Los Girasoles. Pero la noche de un martes, José Luis fue asesinado de un balazo en la cabeza. Alguien le disparó en la base de la nuca, un solo disparo de revólver, una bala explosiva que se desintegró en su cerebro causándole la muerte en el acto.

Elena
“Él siempre venía a traerme a las diez y media –les dijo a los detectives–. Le gustaba venirse temprano y me esperaba hasta que yo salía, después de las once”.

“Esa noche del martes, ¿vino a la misma hora?”

“Sí, me llamó que ya iba para el restaurante”.

“¿La llamó cuando iba en camino o cuando ya estaba en el parqueo, esperándola?”

“Me llamó cuando salió de la casa, antes de las diez y media, como a las diez y quince, y me llamó cuando estaba por llegar…, a las diez y treinta y uno… Aquí está la llamada en mi teléfono”.

“¿La llamó cuando llegó al parqueo?”

“No; y yo lo llamé a las once y minutos, cuando salí, pero ya no me contestó. Lo llamé y lo llamé, y nada, hasta que como a eso de la una de la mañana, cuando ya estaba yo en mi casa, un hombre contestó el teléfono y me dijo que era policía, de la motorizada, y que acababan de encontrar un taxi abandonado por la colonia que le dicen La Pagoda, y que allí estaba el chofer del taxi muerto…”

“¿Qué más le dijo el policía?”

“Me preguntó qué quién era yo y le dije que mi esposo era taxista, que lo había estado esperando en mi trabajo y que no había llegado, aunque él me había dicho que ya había salido de la casa para ir a traerme… Entonces el policía me dio el número del taxi y yo confirmé que era el de mi esposo… Allí fue cuando me fui para ese lugar de La Pagoda… Allí lo reconocí”.

El detective terminó de anotar la declaración de la mujer en su libreta y, por esa necedad típica de los policías, empezó de nuevo a hacer preguntas. Elena dijo varias veces lo mismo que había dicho antes.

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Teoría
“Es posible –dijo el detective–, que el asesino haya planificado el crimen pero, ¿por qué? ¿Qué ganaba matando al taxista? Y, ¿desde cuándo lo tenía planificado?”

Una familia quedaba desamparada y un criminal andaba suelto, riéndose de la justicia y disfrutando la perfección de su delito. Para el detective aquello era inconcebible. Tenía que encontrar al asesino.

Video
Los agentes se concentraron en los diez minutos antes de la llamada de José Luis a su esposa, cuando salió de su casa, y diez minutos después de las once.

Las imágenes se multiplicaban en la pantalla. Pasaban carros, motos y personas, había sombras y luces brillantes, carros que llegaban al restaurante y carros que salían y, entre todo esto, apareció un hombre de apariencia joven y atlética que al parecer esperaba a alguien. Vestía una chaqueta oscura y llevaba puesta una gorra con el símbolo de Nike al frente, miraba siempre hacia abajo y no se le notaba el rostro.

A las diez y treinta y ocho minutos, la cámara de seguridad grabó al taxi de José Luis cuando entraba al parqueo, en el momento en que se detuvo y cuando el hombre de la chaqueta oscura le hizo señal de parada. Se veía cómo conversaron por unos segundos y se vio después que el hombre se subió al taxi en la parte de atrás, cómo José Luis retrocedió y salió de nuevo a la calle. Nadie lo volvió a ver con vida.

“¡Alto! –gritó de pronto, el detective–. ¡Detenelo allí!”

“¿Dónde?”

“Retrocedelo un poco… ¡Allí!”

“¿Qué hallaste?”

“Pasalo de nuevo y fijate bien en la gorra del hombre”.

El video corrió de nuevo.

“¡Allí!” –gritó el policía.

“¿Qué?”

“En el lado derecho de la gorra está escrito un nombre… ¿Lo ves?”

El operador manipuló algunas teclas y acercó la imagen. Un haz de luz, de los focos de una camioneta que los llevaba en alta, le dieron de lleno en la cabeza al hombre e iluminaron por unos segundos la gorra, mostrando claramente una leyenda.

“Está bordada en blanco –agregó el policía–. ¿Qué es lo que dice?”

“We are the champions”.

“¡Excelente! Ya es algo”.

“No te entiendo”.

“Yo sí me entiendo”.

Tiempo
Habían pasado tres semanas del crimen cuando el detective recibió el video. Ahora tenía algo a qué aferrarse para buscar al asesino, sin embargo, seguía sin imaginarse siquiera los motivos que este tuvo para matar a José Luis.

Estaba claro de que lo esperaba. En videos de seguridad anteriores a ese martes se vio al mismo hombre, con la misma chaqueta y la misma gorra, merodeando en el parqueo del restaurante y en las calles adyacentes, pero jamás se le veía la cara. Esto, para el detective, significaba que escondía su rostro de las cámaras, que sabía bien que estas estaban allí y que la Policía podía identificarlo a partir de los videos de seguridad.

“Este hombre sabía lo que hacía” –se dijo el detective–. Vigilaba al taxista, estudiaba su rutina de todas las noches y se preparaba para abordar el taxi y llevar a su víctima a un lugar donde quitarle la vida, pero, ¿por qué?”

Era algo que no podía responder y, para enfriar más el caso, Elena, la viuda, tuvo que dejar la casa al no poder pagarla, y desapareció con los niños.

“Se fue para su pueblo –les dijeron los vecinos a los detectives–; al perder al esposo lo perdió todo”.

La encontraron en San Ignacio, Francisco Morazán, en la casa de sus padres.

“Tengo que empezar de nuevo –dijo–; sin mi esposo todo se me hace más difícil, y aquí por lo menos no me falta la comidita de los niños…”

Los detectives no tenían nada más que hacer.

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Años
El tiempo, que no se detiene ni espera a nadie, suele dar salida a las dificultades más complejas.

Una tarde, en la carretera que va hacia Olancho, un camión que transportaba aserrín chocó con una motocicleta. El hombre que manejaba la moto hizo una maniobra arriesgada para rebasar a un bus de la empresa Aurora y no calculó bien las distancias.

Fue a pegar de lleno en el bómper del camión. Por fortuna, solo salió con unos raspones. Cuando los paramédicos de la Cruz Roja llegaron a auxiliarlo, se negó a que lo llevaran a un hospital, dijo que él se haría cargo de su moto y que no quería problemas. Así dieron la noticia en la televisión. Fue en ese momento, en su casa, mientras descansaba y se tomaba una cerveza, cuando el detective dio un salto de su asiento. Acababa de ver al motociclista recoger el casco, ponerse una gorra azul con la visera hacia adelante, y recoger la moto para ponerla a una orilla de la carretera. Además, se le veía cojear y arrugar la cara por el dolor. Pero lo que hizo que el policía gritara fue que la gorra tenía el símbolo de Nike al frente y, al lado derecho, bordada en hilo blanco la frase “We are the champions”.

“¡Ese es el hombre! –gritó–. ¡Ese es el hombre que llevo buscando por más de dos años!”

La llamada
El detective no perdió el tiempo. A la mañana siguiente fue al escuadrón de la Policía de Tránsito, en la colonia Kennedy.

“Quiero hablar con los motorizados que asistieron al motociclista en el accidente de la salida a Olancho, ayer en la tarde”.

Los policías no tardaron en aparecer.

“¿Les dijo el hombre para dónde iba?” –les preguntó, poco después.

“Para San Ignacio, señor… Parece que allí vive”.

“Ya”.

Era suficiente.

Vigilancia
Dos días después, los detectives localizaron al motociclista que se curaba de sus heridas en la casa de sus suegros.

“¿Así que este bárbaro se quedó con la mujer y con los hijos del taxista asesinado en La Pagoda?” –se preguntó el policía cuando vio dónde vivía el motociclista y con quien.

“¿Estás seguro de que es él?”

“Claro… La misma contextura física, los mismos ademanes al hombre del video y la misma gorra, con la misma leyenda en inglés…”

“Y vive con la viuda del taxista.

“Y la tiene embarazada”.

“hablemos con el fiscal”.

“Eso, eso, eso”.

Final
A la mañana siguiente, varios agentes de la DNIC entraron a la casa de los padres de Elena con una orden de captura al frente. El hombre, que dormía apaciblemente, se despertó de pronto al sentir el frío cañón de un fusil en la punta de su nariz.

“Si te movés te morís” –le dijo uno de los agentes de la sección de capturas.

“Yo no he hecho nada”.

“Claro que sí. Mataste a un taxista que se llamaba José Luis hace más de dos años, en La Pagoda”.

“Yo no sé nada de eso”.

Un detective tomó la gorra, que estaba en una silla, en el cuarto, y la embaló, luego sacó de una gaveta un revólver calibre 38 y de un ropero sacó una chaqueta negra, de cuero sintético.

“Vos conocías la rutina de José Luis –le dijo el detective–, y esa noche de martes, sabiendo a qué hora llegaba al parqueo del restaurante, lo esperaste, lo convenciste para que te hiciera una carrera corta y lo mataste por detrás, disparándole con esta pistola una bala explosiva en la cabeza. El hombre nunca rompía su rutina, esperaba a la esposa en el parqueo y se iban juntos para su casa poco después de las once de la noche. Pero vos, sabiendo eso, lo detuviste cuando entraba al parqueo del restaurante, le dijiste que necesitabas llegar con urgencia a un lugar cerca de allí, porque si hubiera sido un lugar lejano no te hubiera llevado, y ejecutaste tu plan…”

El hombre lo veía con ojos de asombro.

En ese momento trajeron al dormitorio a Elena, que lloraba nerviosa.

“¿Desde cuándo conoce usted a este hombre, señora?” –le preguntó el detective.

“Desde que éramos niños”.

“¿Se conocieron aquí, en el pueblo?”

“Sí, en la escuela”.

“¿Fueron novios?”

La mujer dudó un momento.

“Entonces usted es cómplice de este hombre en la muerte de José Luis, su marido”.

“¡No! –gritó la mujer–. Yo no sé nada de eso… A mi esposo lo mataron y nunca se supo quién o por qué…”

“Dígame una cosa –la interrumpió el policía–, usted y este hombre fueron novios antes de que usted se casara con José Luis”.

“¡Ese basura me la quitó! –gritó el detenido–. Ella y yo nos íbamos a casar, pero yo me fui para Estados Unidos y cuando regresé ya se había empatado con él y le había puesto dos chavalos…”

“Por eso lo mataste, para recuperarla a ella…”

Elena se desvaneció.

El hombre no contestó. Poco después, mientras lo sacaban de la casa, con las manos esposadas hacia atrás, musitó:

“Quisiera saber cómo me descubrieron”.

El detective sonrió.