Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Una enfermedad incurable

08.07.2017

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

Manuel. En uno de los centros penales de Honduras vive un hombre al que llamaremos Manuel. Fue condenado a veintiocho años de cárcel por robo seguido de homicidio. Debido a su mala conducta del inicio y a un supuesto intento de fuga, no podrá beneficiarse de libertad condicional.

Debe cumplir cada día de su condena.

“Ese no es el problema –me dice–; el problema es que para cuando salga de aquí, ella puede haber muerto y entonces no voy a poder vengarme de lo que me hizo”.

Hay fuego en los ojos de Manuel, fuego de odio, de ira y de impotencia, una mezcla explosiva que agría su carácter y que, aunque él no lo crea, lo corroe por dentro, como el moho o como el cáncer más agresivo.

“Lo que me hizo no se perdona –agrega, mordiendo las palabras–; eso no se le hace ni al peor enemigo”.

Algo parecido a las lágrimas humedece sus ojos, pero él esconde la mirada.

“No me importa volver aquí –sigue diciendo–, de todas maneras, lo perdí todo el día que me agarró la Policía, y aquí solo tengo una cama de tablas con un colchón viejo, dos cobijas, tres mudadas de ropa, un par de zapatos gastados y unas chancletas… Mi familia se olvidó de mí cuando murió mi madre y mis hijos crecieron a saber con quién, lejos de mí… y estoy seguro de que no reconocería a ninguno si los viera…”

Cárcel

La historia de Manuel es impactante. Tiene cincuenta y cinco años de edad; de estos, ha pasado veinte en la cárcel, y a pesar de que es un hombre fornido, aparenta mucha más edad. Su rostro, tan inexpresivo como una máscara de piedra, está manchado.

El dermatólogo del Hospital Escuela dijo que era a causa de la tensión emocional. En sus ojos brotan la cólera y el odio, y no sonríe nunca.

Sus labios son una indefinible línea recta que se pierde bajo la sombra del bigote lleno de pelos blancos y grises. Muchos lo respetan y la mayoría le temen. A pesar de esto, Manuel tiene amigos, dos buenos amigos.

Dos hombres que, como él, llevan un infierno en el pecho y muchos años de condena. Uno, por secuestrador, “y por haber violado repetidas veces” a la dama que, con tres compañeros, se llevó a la fuerza una mañana y por cuya libertad les pagaron siete millones de lempiras de rescate.

“Pero la Jura recuperó más de seis” –dice.

Él asegura que en los dos meses que cuidó a la mujer se enamoraron, pero lo que pasó es que cuando la Policía la encontró en la montaña donde la liberaron, esta llevaba señales de la despedida en su cuerpo, y por eso lo acusaron de violador. Ella, por supuesto, no iba a desmentir a la Fiscalía, y menos después de que el esposo pagó ese montón de dinero.

El otro, por haberse robado más de cien vacas en varios años de carrera delictiva. Vacas, no toros ni bueyes ni terneros, solo vacas, porque pueden parir y dar más terneritos y mucha leche, y así cualquiera puede empezar con su propia hacienda.

Los tres tienen el mismo carácter, hablan poco pero hay hermandad entre ellos. Sin embargo, solo Manuel me permitió que escribiera su historia.

El caso

Manuel tenía treinta y cinco años, seis meses sin trabajo y cinco bocas que mantener, incluidas la suya y la de su esposa.

Después de salir del Ejército consiguió empleo como guardia de seguridad y no le fue nada mal, pero ahora estaba pasando por una época de vacas flacas y no sabía qué hacer.

“¡Agarrá un taxi! –Le dijo su esposa, desesperada por la situación–. Vos decís que sabés manejar, pues, conseguí trabajo en un taxi, o en un bus”.

Manuel tomó el consejo, aunque su esposa se lo dio a grito partido.

“Ella ya no soportaba la situación –dice–, y yo no sabía qué hacer. Es cierto que conseguíamos para la comida, aunque fuera para los niños, pero se necesitaba el dinero en la casa y yo no encontraba trabajo en ninguna parte, era como si me hubiera caído un saco de sal encima”.

La voz de Manuel se quiebra, aprieta los puños y hunde las uñas en las palmas de sus manos.

“¡Maldita sea la pobreza! –Dice, entre dientes–. ¡Mil veces maldita!”

Hace una pausa y agrega:

“A mí me daba vergüenza comer de lo que ella conseguía… Era como si me estuviera manteniendo mi mujer y eso no lo puede permitir un hombre de verdad…”

Consejo

La esposa estaba más enojada cada vez. Una noche no le dio de cenar.

“Esto es para los niños –le dijo–; mañana van a tener hambre”.

“Pero ella comió –dice Manuel–; y comió bastante. Huevos, plátano, frijoles refritos y jamón con tortillas… Cómo lo había conseguido, no sé, pero no me dio ni un bocado. Yo me moría de vergüenza”.

Dos días después, la esposa le dio un consejo a Manuel:

“Pucha, Manuel –le dijo–, tan siquiera tuvieras güevos de asaltar; al menos tendríamos unos centavitos, o ¿es que te gusta que tu mujer te dé de comer? Ya solo falta que me haga pu…”

Manuel se quedó sentado unos minutos más, viendo hacia el suelo y reprimiendo las lágrimas de impotencia y de vergüenza que se acumulaban en sus ojos.

Al final, se puso de pie y salió de la casa. Regresó a eso de las diez de la noche. Ella, por supuesto, no lo esperaba despierta.

Desesperación

“Es increíble lo que puede llegar a hacer un hombre desesperado –dice–. Es capaz de todo”.

Era de noche, estaba oscuro y, poco a poco, la calle se fue quedando vacía y solitaria. Al fondo, casi en la esquina, se apagó el foco de la pulpería y vio, con el reflejo de la luna, cómo don Ramiro aseguraba la puerta de hierro.

Era este un hombre maduro, solo y bondadoso. Tenía una pulpería fuerte y trabajaba en ella todos los días, con dos empleadas. Vivía a dos cuadras, en una casa donde alquilaba unos apartamentos. Cada noche llevaba el dinero de las ventas a su casa, donde tenía una caja fuerte, según decían. Esa noche llevaba siete mil lempiras, poco más o menos.

Manuel lo esperó en el camino, escondido detrás de un poste, cubierto por las sombras. A lo largo de la calle no había nadie. Cuando don Ramiro pasó cerca de él, lo atacó por la espalda, lo inmovilizó con un brazo y le puso un cuchillo en el cuello.

“Yo no quería matarlo –dice Manuel–, solo quería asustarlo para que me diera la bolsa con el dinero, pero él, como pudo, sacó una pistola y la levantó hasta mi cabeza, pero no pudo disparar.

En mi nerviosismo lo herí y él cayó al suelo desangrándose por la yugular. Lo registré y no hallaba el dinero. Él me agarró de una mano; con la otra se agarraba el cuello, y en un momento encontré el bulto en su pecho, debajo de su camisa.

Lo agarré y me lo llevé. Cuando llegué a la casa, mi mujer estaba acostada, le dije que había conseguido un dinero y ella se alegró cuando vio el bulto de billetes. Entonces se puso amable y como me vio manchado de sangre, me ayudó a lavarme y hasta limpió mis zapatos, porque me había parado en la sangre de don Ramiro cuando buscaba la bolsa con el pisto”. Pero al día siguiente, todo cambió para Manuel.

Ella

Su mujer regresó de la pulpería hecha una fiera.

“¡Mataste a don Ramiro!” –Le gritó.

“Es que él sacó una pistola –se defendió Manuel–; yo solo quería asustarlo para que me diera el dinero”.

La mujer ya no lo escuchaba. Lloraba, histérica, en la cama, mientras los niños lo veían todo sin saber qué era lo que pasaba.

En su inocencia, uno de ellos dijo que tenía hambre.

“¿Qué te pasa?” –Le preguntó Manuel a su esposa–. ¿No fuiste vos la que me dijo que fuera a asaltar? ¡Allí está el pisto y ya dejá de llorar! ¡Ni que don Ramiro fuera tu marido!”

La mujer se puso de pie, se limpió las lágrimas, se arregló el pelo y salió de la casa. Manuel, que no había dormido bien, ocupó la cama.

“Yo creí que ella iba a la otra pulpería a comprar comida para el desayuno” –dice Manuel.

Estaba equivocado.

Menos de diez minutos después, cinco policías entraron a la casa como un huracán y apuntaron a Manuel con sus fusiles.

“¡Quedás detenido por la muerte de Ramiro López! –Le dijo un sargento–. ¡Tu mujer dice que vos lo mataste por robarle!”

El mundo se derrumbó a los pies de Manuel. Allí estaba su mujer, acusándolo, enseñando los zapatos que ella misma había lavado y entregando el cuchillo asesino.

“¿Por qué hizo eso?” –Le pregunto a Manuel.

“Eso me pregunté al principio –dice él–, pero ella misma me dio la respuesta”.

Hace una pausa, aprieta los dientes y el color de su cara desaparece. Solo permanece el volcán que hay en sus ojos.

“¿Te acordás de la comida que te hartabas? –Me preguntó, delante de los policías–. Don Ramiro me la daba… ¿Y con qué creés que le pagaba? ¡Con esto!, me gritó, agarrándose los pechos y después palmeándose las nalgas… ¡Con esto!”.

Manuel no habla más, lágrimas de fuego corren por sus mejillas.

“No me encontraron el dinero –dice, poco después–; ella lo tenía escondido… Me sacaron de la casa en calzoncillos y desde ese día estoy preso. Primero me metieron en la PC vieja. Después del Mitch me trajeron para aquí…”

Llora y en su rostro hay dolor… y odio.

“Fue un caso sencillo –me dice el detective de homicidios de la vieja Dirección de Investigación Criminal (DIC)–; prácticamente, nosotros solo hicimos el informe para el fiscal. Había sangre en los zapatos, en el cuchillo y en la camisa de Manuel; además, él confesó y el juez le dio veintiocho años… ¡Toda una vida!”

Manuel mira hacia el frente sin ver nada realmente; solo piensa…

“El odio es una enfermedad incurable –dice el detective–. Y no se cura nunca”.

“No volví a saber nada de ella –agrega Manuel, después de vaciar el agua de un vaso de plástico que le lleva uno de sus amigos–, pero sé que está viva… Sé que está viva…”.